El periodista venezolano Ibsen Martínez recordaba hace algunos meses una entrevista concertada muchos años atrás con el ya Presidente Hugo Chávez, en la que éste lo esperó en un pequeño jardín, de pie y de espaldas, ensimismado y mirando hacia lo alto de un cerro. Martínez entendió que el comandante quería componer para él el cuadro de "la soledad de los imprescindibles" que es parte de la hagiografía revolucionaria.
Esta soledad acompaña al fracaso y la mala fortuna dentro de la cacharrería bolivariana, e Ibsen Martínez rememoraba también que, poco antes de morir, Chávez leyó en televisión los pasajes favoritos de la novela de García Márquez sobre Bolívar, un verdadero autorretrato proyectado: soledad, fracaso, infortunio, una épica del líder filantrópico que no está equivocado, sino que se le han dado mal las cosas.
Unos meses antes de concluir el gobierno al cual ha servido desde múltiples posiciones, el nuevo ministro de Hacienda, Nicolás Eyzaguirre, ha propuesto esta idea: la administración actual, dice, ha tenido "mala pata", porque le tocó el ciclo más malo del precio del cobre y justo ahora comienza a subir, con lo cual también se han elevado las estimaciones sobre crecimiento para el 2018, a un nada despreciable rango de entre 2,5% y 4%. Tendría que haber agregado que el cobre empezó a subir en noviembre del 2016, por lo que al terminar el gobierno habrán pasado 15 meses de buenos precios por encima de los 2,6 dólares. Y que el primer ministro de Hacienda del cuatrienio, Alberto Arenas, tuvo precios más cercanos a los 3 dólares.
Con todo, se entiende: las cosas no se dieron bien y se darán mejor, pero para otros, los otros que, según se desprende del tono del ministro, serán los de la oposición. Este sería sólo otro de los ramalazos verbales de Eyzaguirre, si no fuera porque corona una extensa serie de quejas con que el oficialismo ha explicado su desempeño desde fases muy tempranas. Las primeras se remontan a abril del 2014 –cuando llevaba menos de un mes-, a propósito del terremoto que golpeó a Iquique.
En el 2015 el repertorio fue mucho más nutrido: las erupciones de los volcanes Villarrica y Calbuco, los aluviones del norte, las marejadas de invierno y el terremoto de Illapel. En alguno de esos puntos la Presidenta hizo pública una sentencia que ya circulaba en su círculo más cercano. "Cada día puede ser peor".
No se incluían en estos recuentos -¿por no ser fenómenos naturales?- ni la reforma tributaria, con la que cayó el primer ministro de Hacienda; ni el caso Caval, que se llevó al gabinete Peñailillo; ni los primeros impactos de la reforma educacional, que también hicieron que un ministro se cambiara de lugar. Todos estos hechos no tuvieron ninguna relación con la suerte, pero han sido ellos, y no las desgracias telúricas, las que han hundido la popularidad del gobierno. Bien por el contrario, parece posible que la Presidenta se haya mantenido arriba del 20% gracias a su obstinación por hacerse presente en cada desastre, transmitiendo su sentido de la resistencia y su coraje personal.
Cuando un grupo humano, una institución, atribuye al azar las cosas que han fallado, es porque no quiere ser examinado bajo la luz de lo que hizo mal.
Tampoco es la mala suerte la que hizo saltar al equipo económico hace dos semanas, ni la que explica que este gobierno vaya a tener el peor nivel de crecimiento desde el primer decenio de Pinochet. Ni será la mala suerte la que explique que las reformas "estructurales" queden inconclusas y al borde del fracaso, ni la que ilustre por qué quedarán pendientes los proyectos de ley enviados a última hora para cumplir con el programa. La suerte no tiene ninguna intervención en que la deuda se haya duplicado, el empleo público haya aumentado casi cuatro veces y el presupuesto del 2018 vaya a quedar estrangulado. Tampoco ha participado –por el lado luminoso- en el control de la inflación y en evitar el al alza del desempleo.
Pero cada uno puede creer en lo que le parezca. ¿Qué importancia tiene, entonces, que el gobierno culpe de sus resultados a la "mala pata"?
La suerte tiene la fuerza intelectual para suplantar a la autocrítica. La suerte puede ser una ideología, un sistema para contemplar al mundo y –aún mejor- para evitarlo.
Cuando un grupo humano, una institución, atribuye al azar las cosas que han fallado, es porque no quiere ser examinado bajo la luz de lo que hizo mal. Esto tiene especial relevancia para la centroizquierda, que no sólo se apresta para perder el gobierno, sino que ha quedado en un estado de destrucción política como no se veía desde los años 70. Quizás venga después de noviembre, como algunos creen, la noche de los cuchillos largos. Quizás no. Pero la recomposición no será nada fácil.
Lo que el golpe de Estado de 1973 le enseñó a la izquierda, dolorosa, incluso cruelmente, fue esto: sin autocrítica no volvería jamás a ser una opción real de poder. Y si lo fue, desde el 90 en adelante, es porque ese proceso debió ser profundo, descarnado, a fondo. No todos los misterios quedaron resueltos por el ejercicio autocrítico, pero al menos fue posible que la izquierda supiera qué cosas de los 70 no tenían que volver a ocurrir.
Por fortuna para todos, no hay ninguna similitud entre lo que ocurrió en los 70 y lo que pasa hoy. Los únicos que quizás no sepan eso son algunos grupos del Frente Amplio, para los cuales no existen el pasado ni la historia.
Pero a todo el resto del centro y la izquierda no le bastará con esperar que a la derecha le vaya mal o que le venga la buena suerte: tendrá que examinarse dejando el azar a un costado, renunciando a la épica del fracaso, rechazando el consuelo de las buenas intenciones. Y en ese análisis sólo dos cosas no podrán estar ausentes: la constitución de la Nueva Mayoría y la gestión del actual gobierno. Son los dos elementos que la han convertido en minoría.