Las elecciones generales de este año han favorecido a la derecha en todos los campos, un desplazamiento estructural que ha concluido con una paliza en la contienda presidencial. La diferencia de nueve puntos era inesperada para todos, adherentes u opositores, y si no llegó a ser humillante es sólo porque ha habido peores. Toda la estridencia empeñada por el gobierno en la segunda vuelta se muestra ahora como lo que fue desde el primer momento: un gesto tardío, apenas por cumplir, inconvincente y desenergizado. El gobierno hizo el gesto, ya no se sabe si porque Piñera le cae mal o porque no ha querido ser acusado de entregar de nuevo el gobierno al adversario, igual que hace ocho años, pero es difícil considerarlo como un gesto comprometido.
Nuevamente, la elección de ayer se realizó en dos mundos: el apasionado campo de los comandos, encarnado sobre todo en los apoderados, y el espacio más racional, encadenado al aburrido rigor de los datos, de los propios candidatos, que saben que al final del día deben cumplir un rito desigual: victorioso el uno, triste el otro.
Este último papel le tocó ayer a Alejandro Guillier, el candidato independiente que quedó en pie después del suicidio masivo de la Nueva Mayoría, y lo encaró con la dignidad que tuvo durante casi toda la campaña presidencial, una de las más extenuantes de lo que va del siglo. Guillier soportó no sólo los ataques políticos propios de una contienda presidencial, sino también ofensas directas y una clara propensión al basureo. Poco sacó Marco Enríquez-Ominami con llamar a "no repetir mi error del 2009" después de usar cuanto foro tuvo para decir que Guillier era incapaz (además de desganado). Poco podían convocar los otros candidatos de la primera vuelta a respaldar a un candidato al que dieron un trato personal tan desagradable. Y muy poco podían ayudar los dirigentes del Frente Amplio que llamaron a votar por Guillier advirtiendo siempre que los votos suyos no eran suyos y que el candidato no se había allanado a asumir sus propuestas.
Guillier sufrió una paliza, pero en el discurso con que reconoció el triunfo de Piñera dio una verdadera lección política, convocando a una autocrítica que la centroizquierda no quiso hacer después de que los hechos le mostraban que ya no era mayoritaria. Guillier tuvo anoche la estatura que le faltó en muchas ocasiones durante la campaña, en una gran medida porque se lo impidieron, y en otra medida porque él mismo tuvo serias dificultades para asumir una candidatura que exigía dar más órdenes y recibir menos consejos.
Guillier encabezó una coalición que se hundía, mientras tenía al frente a otra organización seducida y ordenada por su experiencia en el gobierno. Lo que hizo es más que heroico, pero de seguro no faltarán los que digan que la derrota se debió principalmente al candidato. En política siempre es más fácil matar al portavoz.
Increíblemente, fue Piñera y no Guillier quien logró el milagro de aumentar el número de votantes en segunda vuelta, fenómeno que sólo había logrado Ricardo Lagos después de sufrir un serio susto ante Joaquín Lavín.
Que la derecha dé muestras de esta capacidad de movilización es otra confirmación de la complejidad que está teniendo el cambio social en Chile, y que su dirección no es una "propiedad" de la izquierda. Además de elegir mayoría de alcaldes, un sólido volumen de cores y el mayor número de parlamentarios que nunca había conseguido, ahora ha logrado aumentar el número de votos cuando se ha visto amenazada en una segunda vuelta. La manera negativa de decir esto es que fue motivado por el miedo, como el laguismo en 2000. La manera alternativa es constatar que la derecha tiene ahora una fuerza que se creía reservada en forma exclusiva a la izquierda.