En el quinto bimestre de 2013, en el filo de las elecciones presidenciales que desembocarían en la primera reelección de la historia de Chile, un 25% de los ciudadanos se declaraba de izquierda. Cuatro años después, en el mismo bimestre de 2017, esa filiación cayó a 16%. Los que se declaraban de derecha pasaron de 14% a 20% en igual período. El grupo que se ubica en el centro -siempre según la encuesta del CEP- sigue teniendo más adhesión, pero ya no llega al tercio, como era usual; sólo alcanza al 28%.

¿Quiere decir esto que el país se ha derechizado? Sí.

Las naciones no "son" de izquierda ni de derecha: sólo se inclinan hacia uno u otro lado. Y, por suerte, se inclinan sólo momentáneamente, para reorientarse cuando les parece necesario. Las sociedades pueden repetir tendencias, incluso repetirlas muchas veces, y también se pueden equivocar, pero la idea de una mayoría inmutable es reaccionaria e inservible.

La "derechización" de Chile -para algunos, un anatema, una especie de maldición gitana, una palabra impronunciable- tiene varios rasgos. Uno de ellos es la corrosión del centro, porque en la misma encuesta, o en cualquier otra, no hay indicio alguno de que la única candidatura que se identifica plenamente con el centro político pueda siquiera estar cerca de esos 28 puntos. Bueno, esto también es relativo, porque en ese centro hay una especiosa discusión sobre la exactitud de su domicilio, que algunos quieren resolver de la boca para afuera, pero que aun así podría estar anticipando una sangría para después de que se conozcan los resultados del 19 de noviembre. Así que parece posible, más bien, que esos puntos se distribuyan desde Alejandro Guillier hasta Sebastián Piñera, pasando por Carolina Goic (sólo pasando), y hasta el próximo mes no es posible saber en qué flanco se concentraron.

El segundo rasgo es que desafía a esa arrogante idea, sostenida por mucho más de medio siglo, de que la centroizquierda tendría la propiedad de una mayoría sociológica, que en su lenguaje era más o menos lo mismo que decir "natural". Si alguna vez fue así, es hora de comenzar a dudarlo, porque la historia de que la derecha no ganaba elecciones desde los Alessandri se acabó hace un buen rato y estaría bien dejar de una vez la tontería de que el gobierno de Piñera del 2010 fue un accidente o un paréntesis. Hasta la tontería tiene sus límites, decía un viejo sacerdote.

Tercer hecho: la "derechización" que registra el CEP se produjo en cuatro años, que son los años de existencia de la Nueva Mayoría. No exactamente los del gobierno: para eso hay otra medición, la de la aprobación de 23 puntos, una mala cifra dentro de una gestión que ha conseguido peores. Desde luego, el gobierno tiene lo suyo, pero es la Nueva Mayoría la que buscaba representar a la izquierda, incluso a costa de socavar la identidad del centro. Consiguió las dos cosas: socavar al centro y devolver a la izquierda al rincón de la minoría.

Sin siquiera mirar los datos de intención de voto, hay que agregar otras cosas para completar el paisaje. Cuando se pide a los ciudadanos definir el nivel de satisfacción con sus vidas, un escandaloso 70% se sitúa en los tres máximos niveles ("totalmente satisfecho"), mientras que ese mismo grupo enormemente mayoritario calcula que apenas un 21% del "resto de los chilenos" comparte tal satisfacción. Medida en una escala de 10 puntos, la brecha entre la satisfacción personal y la social ("el resto del país") es de casi dos puntos.

Si la pregunta es acerca de la situación económica actual, el resultado es similar: el estado personal es un 9% mejor que el del conjunto del país; y en los próximos 12 meses será un 10% mejor, teniendo en cuenta que ambas situaciones mejorarán, según estas expectativas, ¡casi 15 puntos! En otras palabras: el país estará mejor, pero yo estaré mejor que mejor.

¿Percepciones esquizoides? Puede ser. La tentación de desdeñar al pueblo zafio es tan antigua como la existencia de los gobiernos, y los gobiernos son los primeros en olvidar que sus acciones son las que forman percepciones con mayor intensidad. Si se quiere entender por qué alguien (y muchos, por lo que se ve) puede sentir que está mejor que el "resto del país" basta con mirar una foto del gabinete. Esa gente, piensa el observador, esa pobre gente de tan menguado talante épico, esa gente apesadumbrada y escuchimizada por el peso del deber, esa gente martirizada está a cargo del "resto del país", y su falta de entusiasmo hace evidente que ese "resto" es una carga, una desgracia, una penuria. ¿Qué otra cosa podría ser?

Y no es todo. En esa foto hay algunas personas que piensan y dicen, con pesadumbre devota, que no se ha avanzado nada, que todo ha sido para mal o para peor y que la historia ha tenido una dirección involutiva; o que -esta es una variante algo más insidiosa- se ha avanzado un poco, pero no tanto como se podría. Quizás no todos piensan eso, pero los que no lo piensan, lo callan, que viene a ser como lo mismo. Al sujeto que no ha vivido las cosas de esa manera no le queda sino pensar que el "resto del país" lo pasa y lo seguirá pasando muy mal. Es contraintuitivo -cuando no malintencionado- que se les diga que están equivocados a todos los que creen haber progresado sobre la base de su esfuerzo, sujetos que forman ese 70% y a los que cierto marxismo de silabario preferiría clavarles la etiqueta de la alienación antes que aceptar su idea egoísta del progreso social.

Los afluentes del mal aliento están conectados con una extensa pedagogía política, sustentada en todo tipo de "lecturas" de la sociedad. Hay dirigentes que llevan años diciéndole al país que está enfermo, que vive en un estado de pecado social, que la mejoría material no es necesaria, pero falta, que la desigualdad se repara quitando patines, que el progreso significa demolición y que todo lo que ha cambiado significa que nada ha cambiado en Chile. Es una pedagogía espesa y también reaccionaria, pero su práctica reiterada crea el espacio, por ejemplo, para igualar síntoma con diagnóstico y con prescripción. Y si el diagnóstico es malo, ¿por qué seguir con el mismo tratamiento?

Los datos de la encuesta CEP indican que algo muy parecido a esto convirtió a la Nueva Mayoría en el peor desastre político de las últimas tres décadas: permitió el envilecimiento de la transición, empujó reformas malformadas, se partió en pedazos y derechizó al país. ¿Cómo recordará la historia a una coalición con ese desempeño?