Parece que no era acertada la idea de que el gobierno de Sebastián Piñera entre el 2010 y el 2014 constituía un paréntesis histórico. Esta idea nacía, desde luego, de la dificultad de la derecha para ganar las elecciones en todo el siglo XX y de su falta de mayorías (incluso relativas) desde 1958.
Además, era una idea basada en el supuesto de que la historia llevaba la dirección de la centroizquierda; aún no está demostrado que esta última idea fuese completamente errónea. Pero en algún punto, por alguna razón que la historia todavía se reserva para sí, alguien, algunos, entendieron que la dirección correcta estaba más a la izquierda que la demasiado modesta centroizquierda. A partir de cierto momento -otro instante elusivo, misterioso-, alguien, algunos, pensaron que estaban creadas las "condiciones objetivas" para cambiar de velocidad. Y de alcance, ¿por qué no?
Pero ahora, a poco más de cuatro meses de las elecciones presidenciales, empieza a parecer que el paréntesis era éste, el segundo gobierno de Michelle Bachelet, que nació con un aire de reivindicación respecto del anterior, como si en efecto aquel primer gobierno de la misma Presidenta hubiera sido de una centroizquierda demasiado modesta. Este segundo mandato, en reparación de aquella modestia debía mover la aguja ("correr el cerco", prefieren algunos), ya sin los contrapesos tradicionales, que solían ser el centrismo, la DC, el PR, alguna de las facciones socialistas, porque en esta ocasión esos contrapesos se habían rendido sin condiciones ante la sola idea de regresar al gobierno. La mejor prueba era que hasta habían cedido a la creación de la Nueva Mayoría. Será difícil recordar qué hizo el centrismo en este cuatrienio, aparte de tener altos funcionarios.
La cara de paréntesis la tiene más marcada, porque otra vez, como la anterior, parece posible que la Presidenta vuelva a entregar la piocha de O'Higgins al líder de la oposición. Si esto ocurre, la única diferencia será que las perspectivas de que (lo que quede de) la Nueva Mayoría vuelva a recuperar el gobierno serán mínimas por un tiempo largo, mientras que la actual oposición podrá desplegar esa legión de nuevas cabezas que ha estado amamantando en centros de estudio, think tanks y fundaciones.
En ese caso se habrá configurado la condición de paréntesis del actual gobierno -no del anterior-, cosa que lo resignifica completamente: quiere decir que no era un gobierno inevitable, que la historia no seguía la dirección que pensaban sus promotores, incluso que pudo haber una equivocación o un embrujo entre los electores. ¿Y cómo quedan en ese caso las "reformas estructurales"?
Bueno, quedan, en primer lugar, como están: inconclusas, pendientes, a medio camino. Es difícil que sean desmontadas o revertidas. Más probablemente sean ajustadas o corregidas. Pero ¿se recordará al gobierno por esas reformas, por haber iniciado un cambio social de grandes magnitudes? ¿O se dirá más bien que fueron parte de los esfuerzos valientes y mal ejecutados de aquel paréntesis, aquella rareza que ocurrió en la primera mitad del siglo XXI?
Se dispone hoy de cierta evidencia de que el diagnóstico inicial -un Chile sentado sobre un volcán a punto de estallar- era exagerado, unilateral y erróneo. Pero sólo en muchos años más vamos a saber si como consecuencia de ese diagnóstico se inició la solución de problemas de fondo o si, por el contrario, se erró el rumbo y se perdieron años de oportunidades. Para entonces es probable que ya no esté presente ninguno de sus protagonistas. Porque este es uno de los problemas de las "reformas estructurales": son impunes.
Irónicamente, es posible que el resultado más estructural del cuatrienio no sea una reforma, sino un deterioro: el crecimiento. Hace ya tiempo (porque no siempre fue así) parece haberse instalado una cierta repulsa entre esta palabra y la idea de izquierda que prevalece en Chile. La noción de crecimiento, que es tan cercana al sentido común, se presenta en este ambiente como una especie de abstracción capitalista de la que hay que alejarse: no hay que mencionarla y, sobre todo, no hay que darle prioridad alguna. Los dos gobiernos de Bachelet marcan los récords del bajo crecimiento promedio desde 1990 en adelante. El actual será el más bajo de todos -un pobrísimo 1,85% en el cuatrienio-, lo que podría explicarse por el fin del "superciclo" de las materias primas, pero esa explicación no tendría valor para el anterior, donde no se aprovechó la vigencia de los altos precios externos.
Los ministros de Hacienda -Andrés Velasco en el primer cuatrienio y Rodrigo Valdés en el actual- han tenido una importancia indiscutible en los dos períodos de Bachelet, pero su función principal parece haber sido la de contener la voracidad con que el aparato fiscal se gasta el dinero de todos. Las peleas de Velasco contra las peticiones de otros ministros son legendarias, y la imagen del ministro Valdés quedará marcada por los insultos proferidos a gritos por la presidenta a la CUT -miembro de un partido de gobierno, nada menos.
Aun así, el déficit fiscal está en un rango récord, la deuda del país se acerca a un cuarto del Producto y la inversión ha bajado a un quinto. El resultado de eso es que la agencia Standard & Poor's bajó por primera vez la clasificación de riesgo del país. En pocas palabras, esto significa que desde esta semana a Chile le costará más caro el dinero que pida prestado.
Ni siquiera el ministro de Hacienda podría sostener, manteniendo el rostro, que este es un resultado de la situación externa. En su explicación pública mencionó, como uno de los factores causales, algo que llamó "el efecto de las demandas de gasto que hemos tenido". Nótese el "hemos tenido": demandas caídas del cielo. Debió decir "hemos creado", pero a continuación tendría que haber agregado "sin crear crecimiento". El Estado de la Nueva Mayoría ha gastado y gasta como no lo haría ningún tahúr; y suma y agrega personal -por lo general, con contrataciones irregulares- como no lo haría ni el más atrevido corsario, y pide más y más recursos como no lo haría un lobo hambriento. De ese comportamiento no se puede esperar resultados distintos de los conocidos.
Por lo tanto, tampoco podría esperar que sus "reformas estructurales" pudiesen completarse a tiempo, ni siquiera a un mismo ritmo, como para que se pudieran convertir en los monumentos por los cuales sería recordada. Está, estuvo siempre condenada, acaso sin darse cuenta, a un medio hacer, y sin tiempo para preocuparse de la sucesión, también a un medio hacer con un final abierto.