En cierto sentido, lo ocurrido en el Parlamento esta semana podría ser la última señal de una forma de hacer política que está pasando a mejor vida. En otro, también podría ser un anticipo de lo que vendrá.
Está claro que ni el senador Zaldívar ni el ministro José Antonio Gómez calcularon bien los riesgos a que se exponían al aceptar su nominación al Consejo de Asignaciones del Congreso Nacional. La mujer del César no solo debe serlo, sino también parecerlo, y era fácil que la operación se confundiera con una arreglada de bigotes. Sobre todo el senador, que está en la política chilena desde los años 60, y que se está retirando ahora como presidente del Senado luego de haber perdido su reelección por la Región del Maule, no tenía para qué coronar su dilatada carrera con un cargo así. No lo necesitaba ni lo favorecía. Tampoco le agregaba un ápice a su trayectoria. Y no había que ver debajo del agua para saber que su designación iba a sumar otra sospecha más sobre las prácticas que tanto han terminado por desprestigiar al gremio estamental de la política. Por buenas o malas razones, algunas de ellas incluso muy injustas, Zaldívar se convirtió en los últimos años en el paradigma de la política fáctica o de la vieja política de pasillos. Da igual si por culpa suya o no, lo concreto es que esa era su imagen ante buena parte de la opinión pública, y lo mínimo que se espera de un político ducho como él es que la asuma, la cargue y la sobrelleve hasta donde pueda con discreción. Ciertamente, esta vez se equivocó. Bastó que su nombre volviera a flote para que las redes sociales se inflamaran con la noticia de que Zaldívar, no obstante haber perdido la reelección, se estaba amarrando al Parlamento por cuatro años más. Desde luego no es eso lo que hizo. Pero qué duda cabe que siguió estirando la cuerda de su jubilación.
El error no solo fue suyo. También lo fue de su partido, que debió no exponerlo a este trance si es que alguien en la directiva se hubiera dado el trabajo de escarbar un poco en las percepciones ciudadanas. A nadie le preocupó esta variable y tampoco a los dirigentes de los partidos de la Nueva Mayoría. La inadvertencia habla del estado de la coalición y ha servido para echar otro leño al fuego de la enorme distancia que separa al club de los políticos de las prioridades de la gente corriente.
No, este no será el último estertor de ese club, pero sí será una de sus manifestaciones más descaradas. Cómo no darse cuenta de que los tiempos ya no están para este tipo de cocinería política. Estando de por medio involucrado el prestigio de personas que son honorables y que han prestado señalados servicios al país, lo que hubo aquí no es una transgresión a la ética. Pero vaya que tuvo mala presentación en términos estéticos.
La Nueva Mayoría agónica se compró de pasada otro problema más. Desairada nuevamente por lo que sintió que era una deslealtad de sus socios, la DC decidió congelar su participación en las negociaciones para articular la mesa que tendrá la Cámara a partir del 11 de marzo próximo. No es la primera vez que la colectividad protagoniza estos berrinches y nadie sabe lo que podría durar. Pero ahora las cosas serán diferentes, porque ya no estará de por medio el botín de los cargos de gobierno, que al final era lo único que mantenía unida –provechosamente unida- a la coalición.
Eso es lo que el episodio comporta como anticipo. El pacto de unidad de centroizquierda entre partidos que pensaban distinto y de sensibilidades provenientes de distintas matrices, ahora se comienza a hacer inviable y abre algunas expectativas -no muchas- para que el gobierno de Piñera pueda disponer de algún margen de acción en el Congreso. Puesto que ninguna coalición política tiene mayoría, el próximo gobierno tendrá que ser necesariamente muy negociado. Pero, ojo: haría bien el presidente electo cuidándose de incurrir en negociaciones apitutadas o tan poco transparentes como la del Consejo de Asignaciones. Piñera necesitará forjar grandes acuerdos o acuerdos parciales respecto de iniciativas específicas. Y es una ventaja para él que esta semana haya quedado mejor delimitada la frontera entre materias que pertenecen al ámbito de los acuerdos y las que corresponden a meras repartijas.
Mañana llegará el Papa a Chile y esta semana el país entrará a la densa prosodia pontificia de las palabras, los gestos, los silencios, las miradas, los contactos, los protocolos y las salidas de libreto de Francisco. Será una semana capturada por la Iglesia y una suerte de interregno. El visitante llega al país en un contexto de expectativas ciudadanas declinantes asociadas a su figura, con muchas organizaciones y grupos empeñados en pasarle la cuenta y luego de un sombrío período en que la Iglesia chilena, que figuraba hasta hace poco entre las instituciones más confiables del país, se convirtió -a raíz de la conducta impropia de sacerdotes y prelados- en una de las más cuestionadas. Obviamente, los obispos confían en que la visita pueda revertir este cuadro. El desafío de Francisco es establecer si bajo las cenizas de la modernidad quedan en la sociedad chilena brasas de espiritualidad suficientes para reanimar el fuego de la fe. Quizás las hay, quizás ya no. Pero dada la personalidad del Papa, y su costumbre a reaccionar con bastante espontaneidad a las circunstancias y ambientes en que tendrá que moverse, la visita de todos modos dará lugar a sorpresas que incidirán en la pauta informativa de la semana. La duda es si también afectarán las dinámicas del país en el más largo plazo.