No es muy aventurado decirlo así: la política chilena está enferma. Enferma de cortoplacismo, de provincianismo (fue cosa de verlo en las patéticas imágenes del censo) y enferma también de paranoia: no hay hecho político tras el cual no se advierta una amenaza o un complot.
No es raro, siendo así, que leamos la contingencia noticiosa desde el prejuicio y el sesgo. Lo más fácil es culpar a algo o a alguien de aquello que no aprobamos. Fueron los socialistas los que traicionaron a Lagos. Es el PC el que está estirando la cuerda al conversar con partidos ajenos al oficialismo. Es la bancada estudiantil la que está chantajeando al gobierno. Son los guatones de la DC los que están forzando al partido a ir a primera vuelta.
Es el triunfalismo de Piñera el que quiere impedir la discusión de las ideas en la centroderecha. Son los parlamentarios apitutados los que quieren impedir que la DC recupere su identidad.
¿Será? ¿Habrá alguien que se quede tranquilo con estas explicaciones? ¿No serán los temas algo más complejos? ¿No habrá un problema más general que tiene que ver con la desconfianza, con la confusión, con la polarización, con la crispación e incluso con rechazo a los mecanismos propios de la democracia representativa?
La buena noticia, para consuelo de los que somos más tontos, es que esto que está ocurriendo aquí está ocurriendo también en otros lados. La mala es que eso no nos libra de tener que discurrir algún plan de salida a la crisis, un plan que intente depurar el lenguaje político, que vuelva a reacreditar las instituciones y permita llegar a nuevos equilibrios entre la realidad y las aspiraciones ciudadanas.
Decirlo así es fácil. Lo complicado es hacerlo. Sobre todo ahora, cuando a los problemas políticos se suman los institucionales. Los analistas dicen que desde los años 30 del siglo pasado nunca la democracia había estado tan presionada como ahora. Es cosa de verlo en lo que ocurrió en Estados Unidos, en lo que pasó en Gran Bretaña con el Brexit, lo que podría pasar hoy en Francia. En Chile, las cosas no son muy distintas y nos recuerdan que la política chilena está más conectada al mundo de lo que una mirada pueblerina nos haría creer. No somos ínsula. Somos parte de un todo mayor.
Siempre ha sido así, por lo demás. La crisis de los 30 golpeó nuestro escenario político con tanta fuerza como en Europa. La desconfianza en la democracia se tradujo en fragmentación de los partidos tradicionales, en movimientos pronazis, en una acelerada expansión de la izquierda marxista y, para contener las decepciones del capitalismo, en una creciente intervención del Estado en la economía. A pesar de no haber emergido de modo tan súbito, de la noche a la mañana los temas de la cuestión social, de la irrupción del proletariado y de la pobreza cambiaron los temas de la agenda pública y lo cambiarían por décadas hasta llevar al país al derrumbe del sistema político del 73.
Ahora no es el proletariado ni son los pobres los que están haciendo crujir el sistema. Los más descontentos son los sectores medios. No porque sientan, como sienten en Estados Unidos o en Europa, que están marcando el paso o se estén empobreciendo, porque la verdad es que aquí no han hecho otra cosa que progresar, sino porque se forjaron expectativas, infladas por los propios partidos, que ni el Estado ni el mercado han estado en condiciones de cumplir. El Estado, dicen, porque fue capturado por los poderosos y los desconocidos de siempre. La economía, porque no avanza todo lo rápido que debiera para cubrir con tranquilidad las cuentas de fin de mes y porque, además, hay muchos abusos.
Las fuentes de la desafección son básicamente esas dos y es sobre este tablero de hechos, de sentimientos y percepciones que la modernidad avanza a trompicones y dando palos de ciego. Desde que el descontento se convirtió en un insumo decisivo, todo se licuó y las agujas electorales se han vuelto muy volátiles en medio mundo. Guardando las distancias, con la misma lógica que Bachelet volvió a La Moneda para desmontar la maquinaria productora de la desigualdad (respuesta de izquierda), el sistema político estadounidense instaló a Trump en la Casa Blanca (solución de derecha), para reparar el orgullo nacional y rescatar a los que se quedaron rezagados.
Desde luego, el asunto no termina ahí. A Bachelet no le fue bien: aumentó la desconfianza y no redujo el malestar. Las posibilidades de que pueda hacerlo el próximo gobierno no parecen muy auspiciosas, entre otras cosas porque es difícil que consiga un mandato robusto y porque, además, la polarización persistirá. El problema en que está Chile es parecido al de varias otras democracias en el mundo. Afuera todavía no le han encontrado solución. Adentro, menos, pero habrá que ver. Si el próximo gobierno consigue al menos volver a poner la economía en movimiento, a lo menos habrá quitado una de las tantas cuñas que tiene el actual descontento.
Por algún lado hay que empezar.