Hizo bailar a medio mundo y acabó mareado. Hace 10 años Moby lanzó Play, un disco que vendió 10 millones de copias y lo volvió rico y famoso. El DJ que partió con una banda de garaje en los 80 se convirtió en una estrella y #-lógico- se rodeó de celebridades. "Por un tiempo perdí el rumbo", dice hoy. Su vida se transformó en una pista de baile con barra libre. "Me gustaba ser el centro de atención. Me embarcaba en largas giras y tenía un asistente cuyo único trabajo era organizarme fiestas. Por un octavo de segundo fue fantástico, después fue perturbador".
Moby volvió de la fiesta de la fama con un nuevo disco, Wait for me. El primer sencillo ya se puede escuchar: se llama Shot in the back off the head, es un tema instrumental, atmosférico y nocturno, y su clip es dirigido -nada menos- por David Lynch. Como si saliera de una gran resaca, Moby volvió menos eufórico, más reflexivo: "Si lo miras de manera empírica, es difícil encontrar alguna evidencia que sustente la idea de que el éxito hace feliz a la gente".
Es imposible escuchar a Richard Hall Melville, su verdadero nombre, y no pensar en el viejo Melville, su tatarabuelo. Con sus primeros libros, donde narraba sus viajes por los mares del sur y retrataba tierras exóticas con chicas polinésicas, logró rápida popularidad. Ganó fama y fortuna. Pero se alejó del género para hacer literatura seria, y el éxito se esfumó. A los 30 años la carrera de Melville iba en picada. Entonces trabajaba en Moby Dick, una novela ambiciosa, oscura y gigantesca, un King Kong literario que sin embargo no conoció la gloria. Moby Dick, su obra maestra y una de las piedras fundacionales de la novela americana (la otra es Huckleberry Finn, de Mark Twain) fue un fracaso. El viejo Melville pasaría los siguientes 30 años a la sombra de la derrota.
Dice Moby que su amistad con Lynch ha sido aleccionadora: Lynch, el señor K del cine, como el maestro zen del rey del tecno. Lynch, el samurái que eludió el éxito cada vez que se cruzó en su camino: rechazó dirigir el tercer episodio de Star wars, se negó a hacer una secuela de Dune y después de hacer de Twin Peaks un fenómeno televisivo, abandonó la dirección de la serie en la segunda temporada.
Pienso en Lynch y, de inmediato, en David Foster Wallace, que lo admiraba y lo retrató notablemente mientras filmaba Carretera perdida. Un autor divertido, agudo y genial, acaso el más brillante de su generación, Foster Wallace -en un gesto radical- se cansó de ser divertido, agudo y genial.
El éxito como una ballena asesina: lo cazas o acaba contigo. Scott Fitzgerald lo vivió en los 20: se emborrachó de fama, la perdió y nunca más se recuperó. El éxito como una fatalidad: Salinger transformado en un ermitaño, un conejo asustado en su madriguera, un ícono pop elusivo y enfadado con el mundo.
El éxito como un narcótico: Bret Easton Ellis a principios de los 90, una megaestrella a los 23 años, millonario, drogado y feliz en fiestas glamorosas en Manhattan. El éxito como un piano de cola que cae del cielo y -como en el Correcaminos- te aplasta y te aturde: García Márquez y sus Memorias de mis putas tristes.
"La gente famosa", dice hoy Moby, "muere infeliz, entonces, ¿por qué alguien querría ser rico y famoso". Sí, el éxito es riesgoso: marea, es adictivo y, casi siempre, efímero. Es engañoso: suele ir de la mano de la derrota. Lo supo bien el viejo Melville, que vivió sus últimos años como inspector de aduanas en Nueva York. Muy cerca del lugar en que Moby grabó su disco, el escritor solía sentarse en un banco frente al mar: apoyado en su bastón, la barba larga, seguramente recordaba sus días de aventura y acaso intentaba divisar, a lo lejos, la silueta portentosa y escurridiza de la ballena asesina.
Andrés Goméz Bravo es subeditor de Cultura, autor de Manzana envenenada y El club de la pelea.