Este lunes la muerte volvió a golpear a la Argentina, y consiguió atontarla una vez más. Hace dos días que los diarios radios, televisiones -y eso que llaman, con abuso, "la calle"- hablan del señor Sandro más que nada. No es fácil escribirlo, porque está la famosa muerte de por medio, pero las loas y alabanzas que desparraman sobre el difunto me parecen por lo menos muy exageradas.
El señor Sandro fue un cantor con una voz agradable pródiga en dizque, gritos y susurros, una puesta en escena que rozaba la caricatura, la toqueteaba, la penetraba impune, un cuerpo atractivo y movedizo y una cara de turrito seductor, que cantaba canciones tan poco originales: ajenas, al principio, y después copias. El señor Sandro no inventó nada; su aporte a la música consistió en media docena de temas que recordamos como se recuerdan los jingles de la infancia: con esa misma mezcla de nostalgia y displicencia y una pizquita de vergüenza:
-Bueno, éramos chicos.
-Sí, chicos éramos, claro. Pero no…
Pavotes, completaría yo en voz baja, y recordaría que ninguno de los que ahora se llenan la boca con su leyenda su mito su poesía -"Una muchacha y una guitarra/ para poder cantar,/ ésas son cosas/ que en esta vida/ nunca me han de faltar./ Siempre cantando,/ siempre bailando/ yo quisiera morir..."- lo escuchaban ni iban a verlo a sus recitales esporádicos; alguno, si acaso, habrá pensado ir para reírse de un espectáculo francamente kitsch -y después, seguramente, le dio pereza y se quedó mirando una de tiros.
Pero estos días nadie lo dirá: la muerte cambia todo, calla todo, transforma cualquier voz en loa. En la Argentina actual la muerte es el gran criterio de legitimidad. Y, entre otras cosas, mata cualquier posibilidad de análisis y la reemplaza por la hagiografía.
Por eso, harto de tanta cháchara, invitaría a mis psicólogas de cabecera a un par de vinos y les diría que con Sandro todo bien, que era un tipo decente: que lo curioso es que lo hayamos convertido en eso que no era, en lo que nunca fue. Que Sandro fue un señor que la pegó con unas cuantas canciones hace 40 años y que, desde entonces, las repetía para un público muy acotado de señoras cada vez mayores, les diría, y que qué nos pasó, y entonces, por decir algo, la primera psicóloga teñida diría que los argentinos nos estamos quedando sin referentes, tan huérfanos de referentes que cualquiera que pueda lejanamente postular para el empleo se lleva toda la torta las velitas el payaso -y más si consigue morirse cuando cuadra.
Pero otra -más teñida, cigarrillos con rimel- retrucaría que es un efecto más puro de la muerte: que el señor se convirtió en este ídolo improbable porque en sus últimas semanas capturó nuestra atención con esa agonía sin fin que ofrecía la esperanza de que incluso las enfermedades terminales dejaran de serlo -y que fue realmente trágico comprobar que no, que cuando alguien va a morirse en general se muere.
Y la tercera -porque las psicólogas siempre vienen de a tres- contestaría que no, que hablamos de la muerte pero de otra manera: que se trata de la nostalgia de tantos por su propia juventud perdida, de cómo se trabaja la memoria para convertir ciertos hechos menores en momentos espléndidos: aquellas canciones que bailaron en algún carnaval y que, distancia mediante, por la monotonía de lo que le siguió, se volvieron gloria en el recuerdo, y que llorar a Sandro es llorar todo lo que no fuimos, diría, con lagrimita de costado -y trataría de argumentarlo y seguiríamos discutiendo.
Horas, seguiríamos, con revoleo incansable, con desacuerdos infinitos ínfimos. Días, seguiríamos: al fin y al cabo somos argentinos, y detestamos llegar a conclusiones. A menos que nos toque nuestro deporte favorito: canonizar a un muerto.