Confieso que el término posverdad no me gusta, todos los "post" suenan atractivos, y se ponen de moda intelectual y periodística rápidamente, pero son facilistas, sólo señalan algo que viene después, pero que no se define, sin embargo, este concepto apunta a un fenómeno real que ha cobrado fuerza en la política.

El término posverdad no es tan nuevo, fue usado por primera vez por Ralph Keyes en el año 2004, en su libro La era de la post verdad, teniendo como subtítulo "Deshonestidad y decepción en la vida contemporánea", sin embargo, su uso extendido sólo data de hace pocos años.

Su éxito es tal, que ha entrado muy recientemente como neologismo en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, con la definición que sigue: "Toda información o aseveración que no se basa en hechos objetivos, sino que apela a las emociones, creencias o deseos públicos". Tal definición es muy cercana a la del Diccionario de Oxford, que la eligió como la palabra del año y la define como un adjetivo que "señala circunstancias en las cuales los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que las apelaciones a la emoción y las creencias personales".

Estas definiciones tienen un cierto parentesco con el viejo dicho que algunos le atribuyen a Stalin de que "si la realidad no calza con mis ideas, tanto peor para la realidad".

En el debate sociológico, el concepto de posverdad aparece algo más complejo.

El sociólogo francés Michel Wieviorka señala que "lo importante no es solo que hay gente que miente, sino que hay gente que quiere escuchar mentiras. La posverdad no es únicamente las creencias sin base o contraria a los hechos objetivos, sino que implica un acuerdo entre quienes hacen un discurso basado en mentiras y los que quieren creer en esas mentiras".

Sobre todo, pienso yo, porque se sienten cómodos con ellas, los interpretan, coinciden con sus prejuicios, sus preferencias, sus deseos o sus broncas y poco importa si ese discurso se encuentra muy lejos de una visión razonada y de los datos que entrega el análisis de la realidad.

En eso se basó el encuentro de muchos estadounidenses de la América profunda, aquella que no habita en las costas, detesta lo cosmopolita y piensa que Darwin era un peligroso terrorista, con el discurso guerrero, de supremacía nacional y antielitista de Trump.

También eso es lo que hizo creer a una mayoría inglesa y galesa de que Gran Bretaña ganaría mucho con el Brexit. Comulgaron con ruedas de carreta de tamaño XXL, creyendo en estulticias tales como que Gran Bretaña pagaba 400 millones de dólares cada semana a Bruselas a cambio de nada.

Esa cifra nunca existió, era un invento producido por una cierta prensa. Lo que sí existe realmente hoy es una Gran Bretaña con profundos problemas, donde incluso las entidades financieras de la city se están trasladando a Frankfurt.

Vale decir, la posverdad funciona y permite ganar elecciones en el mundo de hoy, donde predominan las malas noticias, una economía mundial que tiende a crecer lentamente, un aumento en muchas regiones de las desigualdades sociales, conflictos bélicos cruentos donde se mezclan fanatismo religiosos e intereses terrenales con efectos desastrosos a nivel humanitario. Un aumento del temor a los cambios y un repliegue hacia las emociones más atávicas, sobre todo el miedo.

La posverdad que surge de la mano del populismo nos conduce, sin embargo, a un mundo más fragmentado y peligroso.

Desde una perspectiva democrática y de progreso, la respuesta no puede ser otra que defender nuestro patrimonio de civilidad, de derechos individuales y sociales, el universalismo y la democracia representativa.

Es en ese sentido que genera esperanza la Francia, que dijo no a Marine Le Pen y apoyó a Macron, y la Alemania tanto de Merkel como de Schulz.

Hay también una forma más sofisticada de la posverdad que no niega por entero los hechos y los datos objetivos, pero "tortura las cifras hasta que ellas hablen" y digan lo que se quiere oír.

Muy recientemente en nuestro país ha sido presentado por el PNUD un informe llamado "Desiguales", que trae una valiosa información sobre la desigualdad, a través de diversas metodologías y aspectos multidimensionales que incluyen importantes visiones en la subjetividad de las brechas sociales.

Por cierto, hay una parte interpretativa y propositiva con la cual se puede estar más o menos de acuerdo, pero en su conjunto es serio y equilibrado.

Lo curioso es que refiriéndose al mismo documento, la extrema izquierda saca conclusiones que nos acercan a un apocalipsis inevitable, producto de que habitamos una suerte de infierno social casi esclavista, y la derecha más doctrinaria concluye que los avances sociales ya alcanzaron su zenith y las reformas a la realidad actual son innecesarias. Ni lo uno ni lo otro.

El documento, al mismo tiempo, que analiza la larga raíz histórica de la desigualdad y señala que lo avanzado es aún insuficiente para alcanzar un desarrollo inclusivo, plantea que en las últimas décadas Chile, "de la mano de un crecimiento económico relativamente acelerado y siempre positivo, ha mejorado su infraestructura, ha ampliado notoriamente su cobertura educacional, ha profundizado la oferta de servicios sociales, ha profesionalizado la labor estatal y muy centralmente ha incrementado el ingreso de las familias y ampliado el acceso a bienes, signos evidentes de una transformación de las condiciones de vida. A todo ello hay que sumar una notoria reducción de la pobreza. Esto es cierto tanto en términos absolutos como en comparación con el resto de los países de América Latina", y más allá de América Latina, agregaría yo.

Sin bien la tendencia positiva es clara, su futuro no está garantizado en el actual cuadro político.

En el debate presidencial, si bien nadie encarna por entero una posición de posverdad, se presentan muchas verdades a medias y visiones distorsionadas.

Desde la visión oscura e ideologizada del Frente Amplio hasta la visión de la derecha, que naturalmente aprovecha los errores abundantes y frecuentes de la gestión del gobierno para desprestigiar la necesidad de las reformas sociales.

En verdad, la visión de un cambio reformador, gradual y razonado hoy "no tiene quién le escriba" con una centroizquierda dividida.

La izquierda tradicional aparece desmejorada y liviana, incapaz de defender su propia obra y débil en la propuesta, mirando con ojos tiernos a un neopopulismo que la ignora con desprecio y el centro socialcristiano está atrapado quizás injustamente en el "laberinto de su soledad".

Ojalá la situación actual no se eternice y se retome el camino que permitió avanzar, teniendo como norte el porvenir.

Chile no requiere de regresiones conservadoras, ni de neopopulismos polarizadores. Más igualdad requiere al mismo tiempo crecimiento, un esfuerzo productivo innovador y diversificado, el cual, a la vez, necesita una sociedad más inclusiva.

Justo lo que hoy no parece estar, por lo menos en letras destacadas, en el menú que se nos está presentando.