Habrá sido solo un desmadre. Un gran desmadre, pero no más que eso. Si todo ocurre como predicen las encuestas, la centroderecha volverá el próximo año al gobierno y se habrá comenzado a cerrar una fase política abiertamente sobregirada en expectativas y descalificaciones. Para la ciudadanía, los efectos del programa de rupturas de la Presidenta Bachelet han sido decepcionantes, no obstante que, descontada la promesa de la nueva Constitución, el gobierno realizó en la práctica todos los cambios que se propuso realizar. Eso significó devolver protagonismo al Estado como nunca antes en las últimas décadas para hacer de Chile una sociedad más igualitaria e inclusiva. Pero, puesto que muy poco de eso se consiguió, la correlación entre ese saldo y el quiebre de las dinámicas bajo las cuales venían expandiéndose tanto la sociedad civil como la economía es abiertamente insatisfactorio.
Lo más probable es que haya que dejar tranquilo al Estado por un rato. La sobrecarga y las presiones políticas a que ha estado sometido en estos años lo han acercado en varios planos no ya a la zona amarilla de la ineficiencia, sino también de la zona roja del ridículo. El desenlace que tuvo esta semana en La Araucanía el juicio por el crimen del matrimonio Luchsinger Mackay supera cualquier estándar de credulidad. Y la supera tanto si los comuneros que estaban formalizados no tuvieron participación en ese asesinato como si, habiéndola tenido, el sistema judicial simplemente fue incapaz de acreditarla. Cuesta saber qué es peor. Cualquiera sea el escenario, el balance es igualmente desastroso. Mejor ni preguntar por la cantidad de recursos, de horas, de peritajes, de gente, de inteligencia, de declaraciones y de faroleos que implicó la prolongada investigación. En Chile -ha quedado establecido- puede haber impunidad para delitos que son muy graves y el Ministerio Público en algún momento debiera reparar que aquí lo que estaba en juego era bastante más que un asunto de boletas truchas.
El retorno al sentido común desde luego va a obligar a hacernos cargo como país de estas fragilidades. De estas y de otras, claro. Lo que la gente está pidiendo a gritos es seguridad pública, crecimiento económico, protección social y trabajo. Y será en estas direcciones que habrá que trabajar. Ojalá seriamente y sin estrépito. Uno podrá lamentar que las actuales candidaturas presidenciales no hayan construido una épica muy soñadora ni tampoco estén desplegando un cielo especialmente potente de ideales colectivos para el país que viene. No lo han hecho, quizás porque Piñera, que se siente cómodo en las encuestas, siente no tener necesidad de hacerlo y porque el resto de las candidaturas tiene muy poca claridad acerca de cómo darle continuidad al conjunto de reformas en las cuales este gobierno fracasó. De lo que habla este fenómeno, en el fondo, es de una suerte "achicamiento" de la política y bien podría ser que eso es lo que el país está queriendo después de un período tan sobregirado como el actual. Como queriendo decir dejémonos de discursos y volvamos, por favor, a lo concreto, a lo que podamos corregir, a lo que antes subestimamos (la estabilidad, el crecimiento, la efectividad de la acción del Estado en planos concretos) y que ahora, pareciera, consideramos que no es tan poca cosa como se dijo.
Ojalá esto no se traduzca en un regreso al "cosismo", porque sería peor el remedio que la enfermedad. Cuando la acción gubernamental no está anclada a un techo de valores cívicos ni a la discusión y la participación política, cuando no pasa el test de la transparencia y la confianza pública, sus efectos terminan incidiendo poco, por positivos que sean algunos de sus logros aislados.
Donde mejor se puede reconocer el colapso del maximalismo político es en el deterioro que viene experimentando la candidatura de Beatriz Sánchez, como lo reflejó la reciente encuesta CEP. Algo raro ocurrió con ella. Cuando fue elegida como abanderada del Frente Amplio parecía que era el rostro adecuado para ampliar la convocatoria de este sector, que hasta aquí ha explicitado bien lo que no le gusta del Chile actual, pero muy mal el país que quisiera construir. A estas alturas, sin embargo, el efecto más parece ser el inverso, porque lejos de estar conquistando nuevos votos para esa coalición, el discurso asistencialista de Beatriz Sánchez -en orden a que nadie quedará sin trabajo, nadie tendrá que costear una enfermedad, nadie perderá su casa- está cayendo en una zona de las garantías que es poco creíble. El país ya conoce lo huecas que puedan ser promesas así, entre otras cosas porque viene de comprobar que eran falsas.
Por el mismo concepto también la candidatura de Alejandro Guillier se ve muy herida. En este caso, el problema es sobre todo de movilización. Ha sido difícil para el comando establecer relaciones fluidas con los partidos que apoyan su candidatura, más todavía cuando el hedor de la derrota mueve a la militancia a preguntarse qué sentido puede tener, en las circunstancias actuales, librar una batalla testimonial por un candidato que los interpreta poco y que no pocas veces, incluso, se ha jactado de no interpretarlos.
Tal vez más que un programa, el país está eligiendo un carácter, alguien con un cable a tierra que ponga paños fríos al maximalismo político, que recupere la solvencia técnica de políticas públicas recientes que se concibieron mal y se ejecutaron peor y que remueva las desconfianzas que han estado frenando las oportunidades y bloqueando la inversión. Se necesitará también alguien que reivindique formas más republicanas e inclusivas de gobierno. La Moneda no puede seguir siendo una trinchera para la lucha política. Basta: hay instituciones que deben convocar a todo el país. Y la Presidencia es, ciertamente, una de ellas.