Sabemos poco del curso que está teniendo esta segunda vuelta. Las cartas ya están jugadas, los candidatos son lo que son y, tras la crisis de las encuestas, estamos en una suerte de cámara oscura donde mandan la conjetura, la especulación y la tincada. Todo está en duda. Desde la cantidad de electores que acudirá a las urnas hasta la dirección en que los dos candidatos podrían ampliar su votación. Si el cuerpo electoral no varía, Piñera para quedarse con la victoria, además de capturar gran parte del electorado de José Antonio Kast, tendría que aumentar ese caudal conjunto de votos en alrededor de un 10%. Para el mismo efecto, Guillier tendría que aumentar los suyos en una proporción cercana al 120%.

Son solo las matemáticas brutas las que en este momento le dan viabilidad a la candidatura de Guillier. La suma de sus votos con las de los seis candidatos restantes da efectivamente más de 50%. ¿Dará para tanto ese "abuso de la estadística" de que hablaba Borges al definir la democracia? No lo sabemos. La pregunta es si en este nuevo Chile de gente muy autónoma y diversa -donde los individuos expresan sus preferencias por razones muy variadas- es posible, así como así, sumar lo insumable. Incluso en el caso de dos personas que votan por el mismo candidato pueden existir entre una y otra razones muy encontradas para hacerlo. No solo eso.

Tal como hubo gente que votó en primera vuelta por lo que precisamente los candidatos representaban, también la hubo que los votó a pesar de lo que representaban, pero queriendo decir que, en algún punto, estaban con ellos o estaban por dar alguna señal de advertencia al sistema político. Y aun en el caso en que la cantidad de electores el domingo próximo se mantuviera o creciera un poco, eso no significará que la gente que vote sea la misma, porque es muy probable que una parte de los que votaron en primera se queden en la casa para el balotaje y también probable que entren a esta elección ciudadanos que antes no se sintieron emplazados. En la posibilidad de movilizar a los desmovilizados la política chilena tiene una caja negra gigantesca, del porte de la mitad del padrón, lo cual representa un horizonte de oportunidades que, en principio al menos, podría modificar el actual tablero radicalmente.

Siempre se ha supuesto que en lo profundo la gente que no vota no es demasiado distinta a la que sí vota. Pero se trata de un suposición que podría despedazarse sola si los que hasta ahora no estuvieron ni ahí decidieran de la noche a la mañana refutarla. Lo pueden hacer y eso agrega a la ecuación otra incógnita.

Hasta ahora, en Chile no tenemos precedentes de elecciones de segunda vuelta que hayan entregado la mayoría absoluta a la segunda mayoría relativa. No somos Perú, que el 2010 prefirió a Fujimori, que había llegado segundo, ante el riesgo de que Vargas Llosa se convirtiera en presidente y que el año pasado bloqueó con el nombre de Pedro Pablo Kuczynski, que obtuvo el 22% de los votos en primera vuelta, las opciones triunfales de Keiko Fujimori, que había sacado más del 40. En Argentina también se produjo algo parecido el 2003, cuando Menem (24%) prefirió no competir con Néstor Kirchner (22%) en la ronda final, sabiendo que si lo hacía iba a perder, por el peso de las alianzas que su contendor ya había amarrado. En Chile esto no se ha dado. El que no haya ocurrido, sin embargo, no significa que no puede ocurrir y la pregunta en este caso es si Piñera es una figura lo suficientemente resistida en el espectro ciudadano para que todas las fuerzas políticas que no son de centroderecha vayan a votar, más que por su contendor, contra él.

Aunque con el paso de los días la segunda vuelta ha tendido naturalmente a radicalizar las posiciones, proceso con el cual las redes sociales se están dando un festín, lo cierto es que, más allá de la clase política, la base social sigue más bien moderada y serena. Subió un poco el medio en la derecha y creció otro poco la ansiedad en la izquierda. Nada, sin embargo, en proporciones para reventar los sismógrafos. No hay que tener una memoria muy larga para reconocer que en muchos momentos la sociedad chilena ha estado más radicalizada que ahora. A eso probablemente ha contribuido el perfil de ambos candidatos -los dos son genéticamente moderados- y la responsabilidad política con que, dentro de todo, han asumido sus respectivas candidaturas. Ha habido ofertones, es cierto. Pero en lo menos. El principio de la responsabilidad fiscal, mal que mal, está presente en la discusión política chilena y las dos candidaturas, en mayor o menor medida, están conscientes del escaso margen de maniobra que actualmente tiene la economía chilena para financiar relatos utópicos o refundacionales.

La otra variable que incide en la sensatez predominante es lo que vendrá después. Sea que gane Piñera o gane Guillier, el desafío inmediato será restablecer las condiciones para que el país pueda retomar su ritmo de crecimiento, puesto que ya se sabe que la dinámica que le impuso a la economía el actual gobierno no conduce a ninguna parte. A renglón seguido vendrá el desafío de alcanzar, por lo menos, algunos acuerdos en materia de gobernabilidad, dado que ninguna de las coaliciones tiene por sí misma la fuerza necesaria para garantizarla por separado.

Contrariamente a lo que el imaginario político más dramático quisiera, al parecer no tendremos mayores vuelcos en lo que resta de la campaña. Y aunque los candidatos quedaron en deuda en varios conceptos -diversidad, audacia, aplomo, autoironía-, no es por casualidad que hayan llegado donde están. Les fue bastante mejor, por de pronto, que a los otros seis. Es cierto que en ellos los caminos se bifurcan de manera resuelta. Pero cualquiera sea el resultado, el que pierda seguirá estando muy presente en el futuro del país. Para bien o para mal.