Fueron solo tres días los del Papa Francisco en Chile, pero es como si hubieran sido seis. La sensación no solo está conectada a la cantidad de actividades que cumplió, sino también a los velos que cayeron con su visita y a los rayados de cancha que fijó como desafíos inmediatos para la Iglesia en Chile.
Una primera impresión señala que, en relación a las expectativas, el Papa fue mucho más cauteloso en este viaje de lo que anticipaba su personalidad, su historial y su tendencia a sorprender a distintas audiencias. En general, hubo poco espacio para improvisaciones y el Pontífice siempre se atuvo al texto premeditado de sus discursos. Quizás las únicas palabras verdaderamente espontáneas las dijo en el norte, cuando respaldó en términos muy suyos la presunción de inocencia y al obispo de Osorno, monseñor Juan Barros, una vez que el asedio mediático sobre el prelado era ya insostenible y estaba claro que no existía ni en su entorno vaticano ni en el episcopado local un libreto común para afrontar esa presión. También fue espontáneo cuando les pidió a los argentinos que no se pusieran celosos, con lo cual no hizo más que acrecentar una deuda difícil de entender de su pontificado. En todo el resto, en el perdón por los abusos sexuales a menores, que es por lejos la herida más dolorosa de la Iglesia chilena, e incluso en el tema mapuche, donde se esperaba o se temía por igual grandes rupturas, el mensaje de Francisco se movió con mayores o menores énfasis dentro del marco del magisterio suyo y de sus predecesores.
La segunda impresión es que, efectivamente, la visita no alcanzó la convocatoria que la comisión organizadora del viaje y el propio gobierno habían previsto. El tema, aparte de llamar la atención a vaticanólogos y periodistas que cubren los viajes papales, habla seguramente tanto de la secularización de la sociedad chilena como de la crisis de la Iglesia local. Es cierto que el Papa se movió entre multitudes, que su visita fue el punto culminante de un largo trabajo de preparación en distintas diócesis y parroquias y que todas las actividades de la visita fueron seguidas al instante por una impresionante cobertura mediática. Si bien la métrica de los viajes papales está más allá de los números, y aunque comunicacionalmente esta visita estuvo lejos de ser exitosa, quedan en la retina las imágenes de grandes explanadas raleadas o vacías en Iquique, en Temuco e incluso en Maipú, donde se esperaba más gente de la que efectivamente llegó. Aunque nada de esto, por cierto, permite hablar de un fracaso apostólico del viaje, es posible que estos datos obliguen a muchos obispos a reconocer que el catolicismo, no obstante ser la religión mayoritaria del país, ya no tiene la posición hegemónica que tuvo en el pasado y que en adelante el crédito de la Iglesia chilena dependerá cada vez más de su apostolado y testimonio y cada vez menos de sus redes de poder. Es fácil decirlo así, pero vaya que debe ser duro para ellos adaptarse a un contexto que hace tiempo dejó de reconocerlos como actores protagónicos de los cambios sociales en curso.
Vienen tiempos difíciles para la Iglesia en Chile. No solo ha perdido poder, cosa que es sana; también, a raíz de errores, de vacilaciones y de desconexiones suyas, y además por efecto de la propia secularización, ha perdido confianza.
Si logró el Papa Francisco disipar las reservas o acortar las distancias con que al menos un sector de los católicos chilenos lo veía hasta antes de pisar Chile es un asunto ya más discutible y también difícil de medir. Algo dirán al respecto las encuestas, pero algo también hemos aprendido a no tomarlas al pie de la letra. Entrarán en juego en esta evaluación, por ponerlo en términos simplificados y con alguna crudeza, el hecho de ser un Papa que tomó partido contra nuestros intereses en el conflicto por la mediterraneidad de Bolivia, que no deja pasar ninguna oportunidad para poner de manifiesto su aversión a la derecha -bastó ver la forma con que saludó al presidente electo- y que en temas de familia, de defensa de la vida o en su respaldo al obispo Barros también defrauda a la izquierda. Con todo, la fuerza de un pontificado va bastante más allá de estas variables, si se quiere anecdóticas. Era cosa de verlo en el fervor que generaba en el contacto directo con la gente que fue a verlo. ¿Lo generaba porque era Francisco o lo generaba porque era el Papa? Imposible saberlo. Quienes se amanecieron, quienes soportaron largas horas al sol, quienes viajaron desde lejos era gente sencilla, común y corriente, a ojos vista no siempre la más afortunada de la pirámide social, y que sin otra recompensa que verlo pasar, que tomarle una foto desde su celular, que agitar un rosario o una bandera vaticana entre la multitud, sentía haber tenido una experiencia y emoción que ninguna sociología política será capaz de explicar.
Por lejos, mucho más que los discursos y los gestos del Papa, mucho más que la logística de sus desplazamientos y que los protocolos, también más que el tamaño de los actos masivos y demás incidencias de la visita, lo que quedará de este viaje son esos testimonios de fervor popular. Es la columna no intacta pero todavía muy potente de la fe. En una época en que pareciera entregar más razones para no creer que para creer, el fenómeno de la fe sigue siendo una zona de oscuridad casi impenetrable. Que se diga que es una fuga, un consuelo, una superchería, un mecanismo de compensación, una forma de locura, incluso -hipótesis todas que en algún momento hasta pueden resultar convincentes- no hace otra cosa que replantear la misma pregunta sin respuesta: ¿Por qué?
Qué duda cabe que vienen tiempos difíciles para la Iglesia en Chile. No solo ha perdido poder, cosa que es sana; también, a raíz de errores, de vacilaciones y de desconexiones suyas, y además por efecto de la propia secularización, ha perdido confianza. Está golpeada. No solo eso: está dividida, hoy tanto o más que antes de su visita. De ese cuadro fue que vino a hacerse cargo el Papa. Vino a reanimarlo, a señalar caminos, a exhortar a un mejor entendimiento del país. La visita puso en movimiento los potentes engranajes populares de la fe. El Pontífice trató de jugársela hasta donde pudo por la cercanía. Habló con los obispos que se reunieron con él en la Catedral, una jerarquía mucho más mesocrática que en el pasado y donde, por lo visto, ya no quedan liderazgos muy claros. Y quiso inspirar a esos cientos de abnegados curas de parroquias y de pueblo, cientos también de religiosas, que en las distintas ceremonias lo vieron de lejos, pero con enorme unción; ellos tampoco lo están pasando bien. La pista se les puso más dura y los reconocimientos que tienen ahora son más escasos. Eso es lo que fue este viaje. Está claro que si el desafío que representó no involucrara asuntos básicos de fe, apenas se podrían entender las razones de la visita.