La operación política de mayor alcance en esta elección presidencial es la que finalmente está dejando el legado de los gobiernos de la Concertación en la candidatura de la centroderecha. No se trata de una operación secreta de captura como le gustaría a la imaginación conspirativa, ni tampoco de una compulsión de rapacidad, como se teme desde la izquierda. Nada de eso: esta es la transferencia más pública y de mayor envergadura que ha visto la política chilena en los años recientes, y de lo único que habla es de lo descentrados que han quedado los ejes de la escena del poder tras la experiencia del gobierno de la Nueva Mayoría.
El asunto viene de antes y es anterior, desde luego, a la actual campaña. Se remonta al momento en que el oficialismo decide no solamente tirar a la hoguera la política de acuerdos y consensos bajo la cual operaron los gobiernos de la Concertación, sino también acuerda abjurar de sus realizaciones y logros. Lo hace con rubor, con vergüenza y culpa. Por cierto que fue una rareza: no está en la lógica de la política abandonar en el camino las conquistas propias para que se las lleve el primero que pase. Mucho menos el andar pidiendo perdón por lo que esas conquistas representaron. Pero precisamente eso fue lo que el segundo gobierno de Michelle Bachelet hizo. Hasta ese momento, las sucesivas administraciones de la centroizquierda operaron bajo el signo de la continuidad y reivindicaban el legado de los gobiernos anteriores, con la promesa, claro, de expandirlo todavía más en las direcciones dictadas por la democratización, el crecimiento o la justicia social. Lo que la Presidenta quiso hacer el 2014 fue romper esa secuencialidad, asumiendo que era tóxica, que la ruta estaba extraviada y que había que volver a fojas cero para exorcizar de una vez por todas el cáncer neoliberal que la sociedad chilena había incubado durante décadas en su seno.
Alguna vez se tendrán que escribir muchos de los capítulos de esa historia que siguen ocultos. No hay ningún misterio respecto de quiénes la llevaron a cabo y de las motivaciones que tuvieron. Se sabe bastante menos de las complicidades y silencios que ampararon el proceso. De hecho, nadie levantó la voz y quiso prevenir del callejón al que la coalición se estaba metiendo. Es cierto que el liderazgo de la Presidenta movió, en el fragor de la campaña del 2013, a las dirigencias en muchos casos a hacer de tripas corazón, porque esa era la manera de recuperar para la centroizquierda el gobierno que el bloque había perdido el año 2010. Pero eso, que pudo ser atendible en un primer momento, resulta difícil explicar luego del sostenido rechazo ciudadano que comenzó a enfrentar el programa de reformas. Nada, por lo tanto, es tan simple, y no cabe duda de que la reconversión, si es que la hubo, debe haber tenido episodios traumáticos de desaliento y derrota interior que nunca salieron a la superficie.
Y siguen sin salir. De hecho, ni la candidatura de Alejandro Guillier ni la de Carolina Goic rescatan de manera explícita el legado de la transición. La de él, porque, no obstante haber nacido en los términos de una fuerza ciudadana, ha terminado presentándose como la continuidad pura y dura del actual gobierno. La de ella, básicamente porque su partido, teniendo quizás un juicio menos lapidario de lo que hizo la Concertación, sigue entrampado en la alianza de gobierno. El efecto de distancia respecto del pasado entonces es igual.
Cuando el programa de Sebastián Piñera exhorta a una segunda transición, más allá de quién tenga el derecho de llave sobre el concepto, su planteamiento es coincidente con el título del reciente libro de conversaciones de Alejandro Foxley, ex ministro de Hacienda y Relaciones Exteriores, actual presidente de Cieplan (La segunda transición, Cony Stipicic y Cecilia Barría, Ed. Uqbar). Foxley utiliza el concepto a partir de la necesidad de ponernos de acuerdo en cómo sortear la trampa de los países de ingreso medio. Piñera lo invoca para recuperar el clima de acuerdos de la primera transición, que significó el reencuentro con la democracia, y que a su modo de ver debiera acompañar a la segunda, esta vez para conducir al país al desarrollo integral.
Tal como están las cosas, la gran incógnita para los próximos meses, más allá de las incertidumbres que comporta toda elección, es cuándo y de qué modo volverá a visibilizarse la tradición socialdemócrata de la política chilena, tanto en su versión laica como en su versión DC, y que en estos momentos pareciera estar sumergida en vaya a saberse en qué profundidades. La hipótesis de que ese acervo político se desvaneció, se evaporó para siempre el día en que el comité central del PS dejó caer con ignominia la candidatura del ex Presidente Lagos no es en absoluto verosímil. Las traiciones se pagan, los gobiernos pasan, los partidos quedan. En algún momento ese capital debiera reaparecer. Pero lo concreto es que de momento nadie en la centroizquierda lo está reclamando y que la candidatura de la centroderecha no solo lo respeta, sino también lo quiere para sí.
Todo indica que vendrán tiempos de recomposición en la política chilena. Piñera tendrá la responsabilidad de llevarla a cabo en su sector, mucho menos monolítico de lo que siempre se ha pensado. Y no va a ser fácil que partidos como el PS o el PPD se allanen a reconocer que ya se instaló otro domicilio político distinto al de ellos a su izquierda, cualquiera sea la suerte que corra el Frente Amplio en la próxima elección. Y no será fácil, de partida, porque tienen el alma dividida. Algunos van a querer volver a lo que fueron. Otros no resistirán el vértigo de la radicalización. Y entre tanto ajuste y reequilibrio, bueno, hasta la DC podría reencontrarse con su identidad y su destino.