Sebastián Piñera volvió a conseguirlo. Con decepciones, con esfuerzo y con el apoyo incluso de gente que, rechazándolo, volvió a preferirlo, el ex presidente refutó por segunda vez en la década la tesis sociológica y matemática según la cual Chile es un país de izquierda. A esta ilusión se había aferrado el gobierno aun con mayor vehemencia que el propio comando de Alejandro Guillier. Se trata de un cuento antiguo y persistente: no es que en Chile la derecha gane las elecciones. Lo que ocurre es que las pierde la izquierda. La curiosa conciencia democrática de amplios sectores de opinión asume que si la izquierda fuese algo más inteligente y disciplinada, no tendría cómo ni por qué perder. Vaya, vaya.
Aunque el de anoche fue un triunfo claro, el mandato de Piñera no necesariamente es robusto. Entre otras cosas, porque su votación es heterogénea. Piñera nunca fue de los candidatos que encienden a las masas. El voto suyo es racional y, con frecuencia, bastante escéptico. A él jamás se le dio bien eso que la cátedra llama carisma. Aun así el país volvió a elegirlo. Es el mismo presidente que ganó raspando el 2010, que arañó la gloria con el rescate de los mineros y que, enseguida, cuando su administración se volcaba a fondo a la reconstrucción, fue sometido -por el movimiento estudiantil, por la centroizquierda desbancada del poder y por las emociones del igualitarismo- a la más corrosiva operación de descrédito que mandatario alguno haya enfrentado en democracia. Aunque es evidente que hizo rectificaciones y fortaleció el frente político de su gobierno, nunca se sabrá con exactitud cómo logró salir de ese atolladero y cómo pudo terminar su mandato con las cuentas de la economía muy a su favor, con las de la política muy en contra, pero en un clima de completa estabilidad.
Ahora, Piñera se apronta a iniciar un nuevo gobierno bajo expectativas inciertas. Tendrá que cuidarse del error inicial de su gobierno anterior de subestimar la política. También de creer que recibió un cheque en blanco para cumplir su programa. La sociedad chilena está muy dividida y será fundamental su trabajo para conseguir nuevos consensos.
Es extraña la singularidad de Piñera, el derechista que estuvo con el No. Siendo un magnate en un país donde el resentimiento no es infrecuente, algo tiene que haber en su liderazgo que termina conquistando la confianza de amplios sectores. Si triunfó en la elección de ayer, no fue solo por descarte. Otros factores también jugaron en su favor. La perseverancia, desde luego. Pero también la seriedad de su discurso y la aterrizada sensatez de sus promesas. Se dirá que su candidatura arriesgó poco y es cierto. Pero vaya que es mérito haber advertido que el país no estaba para la aventura, sino más bien para un retorno ordenado a los puertos de la moderación y el sentido común. Bachelet está dejando el aparato público muy estresado y a la sociedad muy dividida como para que el nuevo gobierno siguiera en las mismas. Piñera advirtió antes que nadie que había que salir del túnel, bajar el volumen y corregir los extravíos. El país tiene que volver a ser el que fue, el que estaba creciendo, el que estaba fortaleciendo sus capas medias, el que inspiraba reconocimiento internacional, el que venía corrigiendo sus indicadores de desigualdad y que incluso, durante estos años, logró mejorar la transparencia de sus instituciones democráticas.
La figura de Piñera es más compleja de lo que se cree. La derecha dura lo tiene por blandengue y la izquierda lo ve como un lobo. Inteligente, competitivo a rabiar y algo tieso como candidato, nunca pareciera conectar muy bien con las grandes audiencias. Se le dan mejor las cifras que las emociones, y cuando apela a su retórica de los corazones se lo ve anticuado. Sin embargo, ahí está, indemne y victorioso, como el gran aguafiestas del nuevo ciclo político que Bachelet creyó inaugurar hace cuatro años, como el político mejor evaluado de la centroderecha y como el único presidente de esta sensibilidad que ha sido dos veces capaz de levantar el veto que la ciudadanía impuso al sector durante casi cien años. Porque -todo hay que decirlo- el triunfo de Alessandri el año 1958 apenas superó el tercio de los votos.
A pesar de las "piñericosas", a pesar de la persistente campaña en su contra, a pesar de ser un político más tolerado que querido, Piñera se entiende mejor con el Chile de hoy de lo que muchos creen. Tiene una conexión potente con la gente en el terreno del esfuerzo personal, en el valor de la meritocracia, en su opción por la familia, en su énfasis por la seguridad pública y en el aprecio a las oportunidades de superación. También la tiene en el optimismo. Piñera no conoce la depresión ni el desgano y su discurso nunca fue apocalíptico ni gimotero.
Clarificada la disyuntiva de ayer, al nuevo presidente le esperan varias otras. El país está complicado no solo por asuntos urgentes, sino también por inexcusables vacíos estratégicos de mediano y largo plazo. Los retos que vienen para él, para su coalición y para todo el sistema político serán muy desafiantes. Desde luego, más arduos que la campaña y también más fastidiosos y largos. Y ni siquiera tendrá derecho a quejarse, puesto que él se los buscó.