Hoy la derecha -o centroderecha, como prefiere presentarse el sector- está probablemente más cohesionada de lo que nunca lo ha estado en los últimos 20 años. El fenómeno responde con seguridad a varios factores. La desastrosa gestión cumplida por el actual gobierno no es el menos importante y es muy posible que, entre otras variables, también haya contribuido a la recuperación del liderazgo contenido que viene ejerciendo Sebastián Piñera a este lado del espectro.
Lo curioso, sin embargo, es que tal vez nunca como ahora la centroderecha fue más diversa. A diferencia de hace 10 o 20 años, donde con suerte era posible distinguir una errática y poco articulada facción liberal del tronco conservador ampliamente dominante, hoy reconoce filas en el sector un abanico de sensibilidades más amplio. Actualmente, en la centroderecha conviven conservadores persistentes con liberales clásicos; católicos con agnósticos; libertarios de fibra un tanto anárquica, creyentes del Estado mínimo, con tecnócratas, unos más eclécticos y otros que siguen tributando a las verdades de Chicago; intelectuales jóvenes que están reivindicando la discusión política frontal con la izquierda con políticos ya no tan jóvenes de cuño nacionalista y que se formaron en sectores populares; gente que sigue creyendo que el mercado resolverá todos o casi todos los problemas del país con gente que tiene muchas dudas al respecto y que, por lo mismo, piensa que la política debiera tratar de responder a los problemas de desigualdad que tiene la sociedad chilena.
Esta diversidad no solo es enriquecedora desde una perspectiva pluralista. También es un factor fundamental para cualquier grupo político que quiera llegar al gobierno. La diversidad es un dato que pasó a ser parte del país y todo indica que la fantasía de tener gobiernos completamente monolíticos es en la hora actual, más que extemporánea, una estupidez. Los tiempos ya no están para eso. Se dirá que una derecha menos heterogénea que la actual ya consiguió el objetivo del gobierno el 2010. Pero fue en circunstancias muy especiales. La centroizquierda llegó a esa elección con quien, habiendo sido un presidente discreto, demostró en la campaña ser un mal candidato. La convocatoria que tuvo Marco Enríquez-Ominami en esa oportunidad, que capturó alrededor del 20% de los votos, fue además un factor muy desequilibrante para la antigua Concertación. La verdad es que la derecha entró a La Moneda un poco por descarte, por fastidio, por la sensación de siesta que se había adueñado del país tras cuatro gobiernos consecutivos del mismo signo, y no en último lugar, porque, de todos los líderes de la antigua Alianza, Sebastián Piñera era por lejos el de perfil más centrista.
Ahora el desafío para el sector es distinto. Y lo es tanto porque el Chile de hoy no es igual al del 2010, cuando el país parecía haber sorteado relativamente bien la crisis mundial de dos años antes, sino también porque la sociedad chilena, incluida la propia derecha, en la actualidad está mucho más politizada que entonces. Algo importante ocurrió en estos tres últimos años que la política dejó de ser un juego de máscaras. La elección del 2013 quizás fue la última que el país decidió en función de mistificaciones, de imágenes salvíficas y de la confianza que inspiraba una candidata acogedora y buena onda que prometió mayor igualdad y pronto entregará un país deprimido, sobregirado, con empleos de poca calidad y un aparato público desfinanciado y que hace agua por todos lados. Hoy el escenario político podrá parecer a muchos una chacra -está bien: lo es-, pero hay que reconocer que en sus aguas subterráneas está bastante más cruzado que antes por dilemas sustantivos y cruciales. ¿Adónde queremos ir como país? ¿Vamos a tomar o no en serio el crecimiento? ¿Vamos a confiar en los mecanismos de la democracia representativa o queremos apostar al asambleísmo caótico y perpetuo? ¿Vamos a atender o no con bienes públicos tangibles las demandas de protección que vienen planteando los sectores medios emergentes? ¿Cuál es la idea, mentirle a la gente diciéndole que el Estado se hará cargo de su bienestar, cosa que jamás podrá hacer, o plantearle que se concentrará en despejar mejor la cancha para facilitar la superación y el ascenso meritocrático?
Aparte de estar más preparada para participar de esta discusión, hoy la centroderecha está también interesada en provocarla. Donde antes eludía el debate, ahora lo busca. Su cambio de actitud coincide con la crisis de la centroizquierda. Muchas dudas y malos diagnósticos, múltiples confusiones y reiterados desencuentros internos terminaron dividiendo al oficialismo en dos candidaturas presidenciales que, cuál más, cuál menos, siguen hasta el día de hoy sin encontrar su destino. Presionada, además, desde la izquierda por una coalición nueva, el Frente Amplio, que por la vía de las asambleas y de la expansión de los derechos sociales quiere sacar al país a la brevedad de las órbitas del capitalismo, la Nueva Mayoría probablemente sabe lo que no quiere -que gobierne la derecha-, pero aún no se pone de acuerdo en lo que quiere.