El momento es inusitado. Nuevas capas sociales irrumpen en la escena, juventudes que antes no se educaban manifiestan su voluntad. El país deviene crecientemente urbano, se centraliza. Los aparatos tecnológicos son más importantes que la tierra y hasta que los juguetes de verdad. La vida se apresura. Incluso el clima está mutando.
La existencia política también se aventura en lo desconocido. Como un navío que se adentra en alta mar, dejamos atrás las costas de la transición. La Concertación, el pilar firme sobre el que se asentó el país por veinte años, colapsó y, luego de un gobierno irregular, la Nueva Mayoría se divide en dos candidaturas, sin haber sido capaz, a la fecha, de dar solución a su discrepancia.
Hija de la transición, una nueva izquierda ha nacido. Enarbola las banderas de la igualdad, del desplazamiento del mercado, de la deliberación en asamblea. Llevar las tres adelante y sin límites, significa: concentrar el poder político y el económico en un pueblo en ebullición. Su llamado, al menos el de sus ideólogos, importa, entonces, sobrepasar los criterios que permiten discernir una república de un despotismo, usualmente el de la élite conductora.
En este panorama revuelto, la centroderecha ha devenido también novedosa. Dos novedades de peso patentan con alguna elocuencia. Por una parte, despunta una mayor diversidad ideológica en el sector. De distintas maneras se hace visible que en lo que usualmente se llama centroderecha caben liberales y socialcristianos, nacionales y conservadores, en una amalgama y disputa que no siempre es pacífica, pero que enriquece lo que habitualmente se veía como un gris monótono de mercado y autoritarismo.
Por otra parte, la centroderecha fue capaz de darles cauce a sus diferencias, y someterlas a un mecanismo electoral de primarias. Los inveterados fácticos disciplinaron sus pretensiones y las pasaron por el cedazo de la democracia. El proceso, huelga decirlo, ha sido difícil y hasta traumático. Los candidatos pusieron empeños similares en mostrar sus virtudes y sus defectos. La elección, en este sentido, será inusitadamente informada. Se peleó en el barro y se ve dificultosa la recomposición de relaciones.
Pese al fragor de la disputa, a los defectos exhibidos por las candidaturas, los dos hechos -a saber, la diversidad ideológica que poco a poco evidencia la centroderecha, y la procedimentalización de sus diferencias- la dejan en mejores condiciones que otras veces en su historia, de hacer una contribución significativa al país.
Pues tras las candidaturas hay algo así como un pueblo de la centroderecha, un pueblo que admite corrientes diferenciables, que se ha ampliado. Dotado de una cierta identidad, se está viendo puesto, en la navegación de altura, ante la necesidad de encontrar nuevas herramientas comprensivas, de hallar doctrinas pertinentes, de dejar atrás el atavismo. Tanto el hecho de las primarias cuanto la circunstancia de la diferenciación y el incipiente enriquecimiento ideológico permiten, si se mantienen en el tiempo y en el proceso el sector no estalla, la conformación de una centroderecha auténticamente renovada, republicana, con un pueblo que pase de un estadio más bien tribal a uno de mayor ilustración. Incluso no sería raro pensar que una centroderecha tal fuese capaz, luego de un período de maduración, de convertirse en un conglomerado ideológicamente atractivo para aquellos sectores humanistas cristianos y laicos que hoy discrepan severamente de los excesos de la Nueva Mayoría.