Hemos escuchado hablar de convicciones. Distinguidos dirigentes democratacristianos lo han repetido. Es lo que suelen subrayar cada tanto, con meticulosa pronunciación y la voz templada por el regocijo que les provoca el mero hecho de escucharse a sí mismos. "Actuamos por convicciones", han dicho nuevamente, como si en esa sola frase hubiera fuerza suficiente para acallar dudas y zanjar críticas. Nos han recordado que están convencidos de algo que todos nosotros -el resto, los que escuchamos sus frecuentes declaraciones- debiésemos tener en cuenta cada vez que se nos cruza una duda sobre sus procedimientos, sus objetivos políticos, sus tropiezos, deslices y contradicciones. Lo dicen como si cada palabra de la oración viniera en mayúsculas, esculpida en un friso de mármol que guardan bajo la manga para mostrarlo cada vez que sus discursos y la realidad de allá afuera -los hechos puros y duros- chocan de frente, como suele suceder cuando dos objetos van en sentido opuesto. Entonces, como una manera de amortiguar la crujidera de la colisión, alzan la voz para evocar sus "convicciones". Una estrategia de sordina, un filtro para que la luz rebote en una telaraña retórica.

Los dirigentes DC nos dicen que aquello que escuchamos y vemos no es lo que parece, sino otra cosa; algo que sólo ellos son capaces de vislumbrar con nitidez gracias a los superpoderes que les confiere el mero hecho de tener convicciones -¿en qué?- y mencionarlo con una frecuencia rayana en la majadería. "Si bien en cierto, no es menos cierto", repiten, explicándonos que sus intenciones no son de este mundo terrenal, sino de otro, un espacio paralelo, una experiencia numinosa y severa –suelen llamarla "humanismo cristiano"- que los ha obligado a sacrificios múltiples, como participar de gobiernos a disgusto. Una tajada de poder bien vale varios ministerios, subsecretarías y direcciones de servicio. Si es necesario subirse al carro y negar el programa de gobierno antes de que el gallo cante tres veces, entonces no queda más que hacerlo. En política los principios son los principios, hay que respetarlos, y si las circunstancias lo exigen, acomodarlos a los cargos a disposición y al círculo virtuoso que se genera cuando del Estado se salta a los directorios de empresas en menos de lo que se reza un avemaría.

La opinión pública debería saber que esas son las gestas que exigen las convicciones, cuando hay una misión respaldada por una historia que suele relatarse como los pasajes de un libro religioso, con sus propios patriarcas, sus mártires de culto y sus familias fundadoras. Un evangelio escrito entre Cachagua, Ñuñoa y Vitacura con vista a La Moneda y platea reservada en el Congreso. La principal virtud de sus apóstoles durante la transición fue hacerse necesarios, encarnando un sello que certifica moderación y buenas costumbres. Han sabido indagar y sacar partido de los beneficios del agua tibia, de las bisagras y del freno de mano, extendiendo sus redes a través de protegidos y aprendices de caudillos de provincia de escrúpulos variables.

Nos fuimos acostumbrando a que todos ellos -apóstoles y monaguillos- estuvieran siempre allí, apretando clavijas, con el sigilo del oficial de aduana y la moral del inspector de colegio que en las mañanas prodiga castigos y en las tardes dicta catecismo. Hasta hace poco ejercían su poder en nombre de una supuesta militancia multitudinaria de fantasía que se encogió con el baño de realidad que significó el proceso de refichaje. Son los representantes -aseguran- de los ciudadanos que adhieren al centro político, un grupo fantasmagórico descrito más por adjetivos -moderación, cautela- que por sustantivos. Algo parecido a un rebaño que prefiere montarse sobre un animal llamado "sentido común", que camina con pies de plomo con mucho temor y poca imaginación. Para convocar a este grupo -que solo parece existir en sus mentes- no es necesario ofrecer un horizonte de ideas, un proyecto de prosperidad, basta con una pócima de clientelismo, cálculo electoral y la maquinaria bien engrasada que transforma los adherentes en una hinchada de barrio capaz de defender a los gritos el más impresentable de los candidatos.

Esta semana hemos vuelto a escuchar discursos sobre convicciones políticas, sobre valores que no se transan y sobre una historia que arranca con los veteranos de la falange, se eleva con Frei Montalva, cambia el país con la Reforma Agraria, esquiva las responsabilidades del Golpe y reaparece aguerrida en plena dictadura desafiando al régimen en el Caupolicán. Sin embargo, el rumor de la épica de las convicciones esta vez no fue suficiente para disimular lo que vimos: una disputa sin pudores ni recato, una trifulca de ambiciones y zancadillas sin héroes ni heroínas. Un ritual esperpéntico, cuyo único objetivo parece haber sido conservar los últimos jirones de poder, antes del inminente derrumbe de una historia de la que solo queda una frágil cáscara de frases hechas.