En unas semanas se cumplirá un año de la conferencia de prensa en la que un acongojado Bruno Villalobos, general director de Carabineros, reveló un fraude dentro de su institución que estaba bajo la investigación del Ministerio Público. En ese momento, Villalobos anunció el retiro de nueve oficiales y estableció la cifra defraudada en 600 millones de pesos. Dijo, además, que "nosotros, como institución, estamos dolidos". La impresión inicial era la de un general que, avergonzado por el mal comportamiento de algunos de sus subordinados, enfrentaba a la opinión pública y daba a conocer un robo puntual, una deshonra cuyas raíces serían extirpadas en un plazo breve. Era un gesto que incluso pudo haber sido ejemplar en una época de descrédito de las instituciones.
Sin embargo, pasaron las semanas, la cifra de dinero se elevaba y la cantidad de oficiales involucrados llenaba una sala de audiencia. Había detalles que generaban aún más extrañeza, detalles como que durante el período en que comenzaron los hechos, el general Villalobos estaba a cargo de la Unidad de Inteligencia de esa policía, es decir, bajo sus narices una extensa red de subordinados defraudaba y él nunca había caído en cuenta. A simple vista, ese dato sugería algo sobre la calidad de su desempeño profesional.
En la medida en que transcurrían los meses, la prensa mostraba el desenfado con el que durante años los oficiales imputados disfrutaron de un dinero que no era el suyo sin que, aparentemente, a ninguno de sus superiores les inquietara. Aparecían descritos estilos de vida de una exuberancia ridícula para un uniformado que vive de su sueldo. Los medios recordaban, además, las numerosas alertas que durante años indicaban que algo sospechoso estaba sucediendo dentro de Carabineros, sin que nadie tomara acciones concretas. El general Villalobos entonces cambió el tono. De la congoja pasó a la molestia y desde un patio de La Moneda, con el ministro del Interior a su lado, increpó a los periodistas que le pedían explicaciones sobre el monto defraudado, que a estas alturas se acerca a los 30 mil millones de pesos.
Con el caso del multimillonario fraude aún pendiente, esta semana la Fiscalía de Temuco acusó a la Unidad de Inteligencia de Carabineros de manipular pruebas en contra de las personas detenidas durante la llamada Operación Huracán. La manipulación incluye la elaboración de diálogos por mensajería de texto que fueron reproducidos profusamente por los medios. Esas conversaciones, llenas de sugerencias deshilachadas sobre dinero, incendios y encuentros clandestinos, habrían sido plantadas por los propios funcionarios de Carabineros de manera chapucera. Todo indica que era fácil descubrir que nunca interceptaron diálogo alguno, porque -con los aparatos requisados y las aplicaciones que se exhibían- era imposible hacerlo. Esto se suma a incidentes en que Carabineros ha disparado a jóvenes mapuches desarmados, incluso por la espalda, sin que esto les signifique mayor contratiempo.
En virtud de la evidencia, el Ministerio Público decidió dar término a la Operación Huracán. Carabineros, en tanto, en lugar de guardar silencio o dar explicaciones, asumió una actitud parecida a la que tuvo el general director Villalobos cuando increpó a los periodistas que le preguntaban sobre los detalles del desfalco en La Moneda. Esta vez fue el jefe de Inteligencia, Gonzalo Blu, el encargado de manifestar su desagrado, como si su rol fuera el de hacer callar a los insolentes.
En una declaración de Blu sembró la suspicacia en contra de la fiscalía y manifestó su molestia por el fin de la Operación Huracán. Habló sin moderación alguna. Blu dijo: "Es preocupante que una investigación de ocho meses se pretenda cerrar con otra de tres semanas". Más preocupante es el grado de tolerancia que parece tener una institución a las irregularidades, el mediocre resultado de sus investigaciones, la impudicia con que sus oficiales desdeñan las pruebas frente a las que deberían dar cuenta y el tono amenazante con el que la policía uniformada está relacionándose con la opinión pública y la ciudadanía, a la que debería procurar servir en lugar de intimidar.