Los protocolos establecen que nacer pobre en Chile no es una buena alternativa. Que salir de la pobreza es tarea de titanes y permanecer en esa condición una larga y amarga jornada rumbo a una muerte tapizada de derrotas. Que, por ejemplo, mejor habérselo pensado bien antes de nacer en una familia desencajada en una isla del sur, tal como hizo Daniela Vargas. ¿Para qué correr el riesgo de nacer pobre? Eso es lo que uno podría preguntarse luego de leer los protocolos y proyectar, con mínimo margen de duda, el porvenir de una muchacha criada en las ásperas condiciones que acompañan a la miseria. Pero Daniela Vargas insistió, nació allí y, como era de esperar, las cosas fueron empeorando para ella. En cosa de años surgieron evidencias de abusos que la transformaron en un caso más de esos que se acumulan en tribunales. En estas situaciones los protocolos brindan una salida alternativa que consiste en que la burocracia del Estado haga su trabajo y le brinde un plan B a la muchacha: ingresar a un hogar del Sename. Así ocurrió. Estuvo bajo el cuidado de una guardadora en Castro hasta que enfermó y fue trasladada a Santiago, en donde los médicos concluyeron que necesitaba un trasplante al corazón.
Un comité de especialistas analizó su caso y tomó la decisión de negárselo porque no cumplía las condiciones establecidas por el protocolo de la Red UC Christus. Entre los criterios para incluir a alguien en la lista de trasplantes se establece la necesidad de un cuidador adulto permanente, ciertas condiciones de la vivienda y una residencia en Santiago.
Daniela era pobre y no llenaba ninguno de los requisitos.
Fue dada de alta, regresó a Chiloé por tierra, murió dos semanas después, el 13 de abril de 2015. Tenía 13 años. Esta semana la prensa conoció su historia y la hizo pública. La mujer que fue su guardadora declaró en La Estrella de Chiloé que Daniela "lo que más tenía ganas era de vivir".
Cuando leí la historia esperé que alguno de los médicos a cargo diera una explicación sobre cómo es que funcionan los criterios que hacen de alguien candidato a ser trasplantado. La respuesta fue que un paciente en esas condiciones debía tener los medios para procurarse los cuidados y que si no los tenía, no había caso. Así eran los protocolos y que a ellos –los médicos- sólo les quedaba cumplirlos.
Ignacio Sánchez, el rector de la universidad a cargo de la Red Salud UC Christus fue mucho más escueto. Cuando un periodista le preguntó sobre el informe del comité médico que sintetizaba las razones para negarle a Daniela Vargas el trasplante con la fórmula "precariedad social", el rector, que hasta hace poco solía ser elocuente y entusiasta para comunicarnos su compromiso con la vida, respondió: "Búsquelo en el diccionario".
Yo busqué en el diccionario. La primera acepción de precario es "de poca estabilidad o duración". La segunda: "Que no posee los medios suficientes". Concluyo entonces que la mayoría de los pobres en Chile no cumple con los requisitos para recibir un trasplante. Y que sus probabilidades de ser trasplantados son aun menores en el caso de no residir en Santiago. Infiero también que en este caso los protocolos institucionales consagran una diferencia de trato más allá de factores clínicos y que –dada la molestia que genera entre el cuerpo médico- el solo hecho de que un ciudadano cualquiera pida alguna explicación es percibido como una especie de falta de respeto, una suerte de blasfemia que debe acallarse con energía. Interesante.
Con seguridad quedarán muchas dudas pendientes sobre los procedimientos en casos como el de Daniela, entre otras interrogantes –que dudo que alguien tuviera la amabilidad de responder-, dos que me parecen fundamentales para cerrar esta historia: ¿Quién habrá sido el encargado de decirles a Daniela y a su familia que no sería trasplantada porque no cumplía los requisitos porque eran pobres? ¿Quién y cómo le habrá dicho: mira, vete a morir al sur porque es lo que establecen los protocolos?