En ciertos ambientes los sacerdotes son seres extraordinarios. Eso pensé mientras miraba en la televisión el aterrizaje del avión que trajo al Papa Francisco a Chile. Tuve ese pensamiento, porque la imagen era acompañada por el relato de una periodista que venía en el avión e insistía en que Jorge Bergoglio lucía como cualquier otro hombre de su edad; contaba que cuando estaba sin sotana vestía pantalones y camisa, que comía, se sentaba y en ocasiones se ponía de pie. Como si fuera un abuelo común y corriente, añadió. El Papa no tenía luz propia, no era fosforescente, volví a pensar. Casi lo digo en voz alta, pero guardé silencio. En ese momento yo estaba participando en un programa de radio junto a otras dos personas; me pareció que podía sonar agresivo si comentaba en voz alta todo lo que se me venía a la cabeza mientras escuchábamos el relato que sugería que esa normalidad en el aspecto y el comportamiento del Papa fueran la evidencia de atributos de excepcional humildad. ¿Cómo alguien así podía comportarse como cualquier otro ser humano? Era el subtexto. En un momento temí que hiciera referencia a que usaba el baño del avión.
Durante las horas que siguieron, el relato sobre la visita papal estuvo dominado por ese tono en la televisión abierta. No era la visita de un jefe de Estado ni del líder espiritual a un país en donde la institución que encabezaba sufría serios cuestionamientos. Era la oportunidad para subrayar un surtido de anecdotario sobre la gira y verificar que había fieles muy contentos con la visita. "¿Cómo se siente?", es la fórmula habitual para preguntar sobre lo evidente y relegar la información a un sitio subordinado a las emociones. Aludir a los conflictos e intereses que tenía la Iglesia Católica, a las contradicciones entre las frases del Papa y la orientación y acciones que en términos concretos y cotidianos mantenían las organizaciones y representantes de la misma Iglesia parecía ser un gesto de mal gusto.
En las transmisiones en vivo y en directo de los matinales de televisión nadie preguntaba si la cantidad de personas que acudieron a las misas era la esperada por los organizadores, y cuando una periodista argentina encaró al obispo Juan Barros con una pregunta directa y precisa, sufrió el reproche de un reportero chileno de la televisión pública.
La noche en la que el encargado del Vaticano anunció que el Papa se había reunido con un grupo de víctimas de abusos, pero que los detalles serían mantenidos en secreto, un hombre católico comentó satisfecho en las redes sociales que ese gesto demostraba la misericordia del Papa y las virtudes de esas personas anónimas que se juntaron con él, personas que a diferencia de otras se refugiaban en el sigilo y la humildad. El Vaticano había enviado un mensaje: existían víctimas buenas -las que preferían no exponer sus casos frente a la opinión pública ni buscar justicia- y víctimas no tan buenas, aquellas que los obligaban a dar cuenta de los delitos de los miembros del clero. El Papa prefería "rezar y llorar" sólo con las primeras.
Puede que me equivoque, pero no escuché a nadie en televisión pedir una explicación sobre el criterio usado para aquella reunión secreta. No era necesario exigir develar la identidad de las personas, sino simplemente preguntar cuántas eran, quiénes habían sido sus agresores, cuándo denunciaron y qué medidas había tomado la Iglesia con los religiosos involucrados. ¿Era alguno de los 78 clérigos de la lista de Bishop Accountability? ¿Eran otros? El anuncio fue acatado como si se tratara de una disposición de buenos modales en una comida de etiqueta, como si los abusos fueran un asunto privado sin repercusiones públicas ni políticas. Y no es así.
El último día de la visita, La Tercera y algunos medios extranjeros publicaron fotografías y notas que demostraban algo que en la televisión apenas era mencionado: el moderado entusiasmo que había provocado en la ciudadanía la visita de Francisco y la escuálida concurrencia a las misas de Maipú y Temuco. Las ceremonias anunciadas con tanta antelación convocaron a la mitad de las personas que los organizadores esperaban. Los medios extranjeros informaban lo mismo. La última misa en Iquique confirmó la crisis. Las versiones en línea de algunos medios subieron a sus páginas la fotografía aérea de un gran descampado, casi vacío de gente. Las tomas en televisión, en tanto, eran lo suficientemente cerradas como para no apreciar la escasa convocatoria.
Más que cubrir un acontecimiento de interés general, financiado en gran medida por el Estado, los canales de televisión asumían el rol de una ventana para que los fieles presenciaran un rito, una puesta en escena, reduciendo al mínimo lo que la visita del Papa estaba dejando en evidencia: la mayoría de los chilenos había dejado de confiar en la Iglesia Católica.
Minutos antes de la misa en Iquique, una periodista de radio logró acercarse al Papa Francisco y formularle una sola pregunta, directa y concreta. Lo hizo respetuosamente, como se supone los periodistas debemos hacerlo frente a cualquier entrevistado; la respuesta que obtuvo fue también directa y contundente. Gracias a esa reportera pudimos apreciar a un líder muy distinto al que pidió perdón en su visita a La Moneda el día martes. La aparente congoja del primer discurso contrastaba con la severidad de la declaración que daba durante su última actividad en Chile.
Aquel intercambio de palabras, que duró un par de minutos, tuvo más peso que todos los discursos, análisis, entrevistas y columnas de opinión escritas por semanas. La pregunta de esa periodista marcó la diferencia entre hacer periodismo y hacer relaciones públicas; entre el respeto frente a un personaje en virtud de su rango y responsabilidad y la sumisión frente a los seres extraordinarios.