Alfred Dreyfus era un advenedizo, alguien que tuvo que hacerse un lugar en medio de una institución que no lo quería. Dreyfus era un oficial judío del Ejército francés conviviendo con superiores abiertamente antisemitas. Cuando lo acusaron de traición tuvo todo en contra: al Ejército, a la justicia, a la prensa y a la opinión pública. Fue juzgado, encontrado culpable y encarcelado en una prisión de ultramar. Luego de eso aparecieron las pruebas de que se había cometido un error, que el traidor era otro, pero esas evidencias fueron acalladas. Frente a esto, un grupo de intelectuales decidió levantar la voz. El escritor Emile Zolá publicó la carta abierta titulada "Yo acuso", denunciando la trama que acabó con Dreyfus degradado, repudiado y encarcelado. Hubo un segundo juicio que sólo sirvió para reafirmar la mentira y desechar la verdad. Lo que finalmente se le concedió al oficial inocente -cuando las evidencias eran ineludibles- fue el perdón: el gobierno lo disculpó por un crimen que jamás cometió.

El caso Dreyfus sería en adelante un termómetro de la injusticia para el mundo civilizado, y la carta abierta de Zolá, el punto de ebullición del abuso en contra del más débil. La expresión "Yo acuso" se transformó en una frase hecha para denunciar a quienes están provocando una situación insostenible, un daño irreparable frente al cual la mayoría permanece indiferente. Es un índice de magnitud aplicable, por ejemplo, a situaciones como la muerte de Lissette Villa en un hogar del Sename. Una niña pobre que, hoy sabemos, fue torturada por quienes debían cuidarla. Las primeras informaciones oficiales indicaban que la niña había muerto porque una rabieta la había hecho colapsar. Eso querían que creyéramos. Cuando la opinión pública conoció la biografía de Lissette cayó en cuenta de la manera en que muchos niños están atrapados en una condena espantosa, una trampa sin escapatoria. Esa es la proporción, la medida de un "Yo acuso" al estilo de Zolá: remecernos frente al dolor del agobio ajeno y buscar la manera de que todos los que permanecen indolentes vean en ese sufrimiento una causa propia. Arriesgarse, como lo hizo el escritor francés, por un principio que sobrepasa nuestros privados intereses y se enfrenta al poder de las instituciones.

Oscar Contardo

Esta semana, el ex Presidente Sebastián Piñera volvió a usar la frase de Zolá, pero no lo hizo para denunciar una injusticia consumada en contra de un ciudadano común y corriente. La invocó para hacer sus propios descargos. Se defendía en una carta pública de quienes lo acusan de haber sacado provecho de su posición privilegiada como gobernante para mejorar el desempeño de sus inversiones. En el centro del "Yo acuso" de Piñera, colgado y difundido por las redes sociales, estaba su propio reflejo como el de una víctima de una trama "canallesca" que pretende acorralarlo, aun cuando la justicia sólo esté en la etapa de investigación y a él tan sólo se le esté solicitando colaborar con antecedentes, testimonios y documentos. Ser "imputado" no significa estar procesado, mucho menos condenado, simplemente él debe entregar la información que le pidan.

Esta semana, el ex presidente se presentó a sí mismo como Dreyfus y Zolá al mismo tiempo, aunque su situación estuviera muy lejana a la de los franceses. ¿Qué podría tener en común un empresario que aparece en las listas de Forbes, que cuenta con connotados escuderos que se apresuran para hablar en su nombre, con un joven oficial judío sin más patrimonio que su palabra y su honor? ¿En qué aspecto podría compararse a un escritor que arriesgó ser procesado por denunciar una injusticia que no lo afectaba directamente, con un hombre que está defendiendo su posición privilegiada de político expectante a un segundo periodo presidencial y de empresario exitoso que acumula una de las mayores fortunas del país?

La carta pública de Sebastián Piñera finalmente acabó representando un espejo de superficie irregular que devolvía imágenes fuera de proporción, una estrategia que en lugar de ofrecer realidad, sólo nos anunció la indignación de su autor y el profundo disgusto que le provoca el hecho de tener que responder las muchas dudas que se han abierto sobre su manera de separar su rol de presidente de su condición de empresario. Una sospecha alimentada por la conducta que mantuvieron algunos de sus colaboradores durante su gobierno, aquellos que él mismo presentó como parte de un equipo de excepcional calidad; ministros y subsecretarios que a la vuelta de los años -luego del registro de su correspondencia electrónica- han acabado frecuentando tribunales, no exactamente como víctimas de un complot, sino como responsables de actos reprochables cometidos bajo el resguardo que les daba el poder que ostentaban y el prestigio del que se jactaban.