Durante las últimas semanas, los chilenos descubrieron que el Tribunal Constitucional -una institución sobre la que no saben casi nada, ni siquiera su número de miembros- tiene un poder enorme. El TC puede desrielar proyectos de ley aprobados por una amplia mayoría del Congreso, o cambiarlos en forma radical. Se ha dicho que el TC opera como "una tercera cámara legislativa", ya que tiene el poder de alterar el sentido (y el fondo) de la legislación aprobada democráticamente por el sistema político. El problema, aseguran, es que esta "tercera cámara" está compuesta por individuos elegidos "a dedo" y en base a un cuoteo político abyecto.
Según sus detractores, eso sería lo que el TC hizo con "la objeción de conciencia" en el proyecto de aborto por tres causales. El TC cambió las palabras del texto aprobado por el Congreso, de modo que la objeción pueda, ahora, tener una base institucional. Ello, dicen, fue un traje hecho a la medida de la Universidad Católica, y le permitiría a la PUC no practicar abortos en sus dependencias clínicas. Esto, independiente de lo que piensen sus médicos en forma individual. Esta decisión del TC causó desazón, escándalo y controversia, que algunos expertos constitucionales -entre los que destaca el profesor Fernando Atria- argumentaron que la Presidenta debía vetar el proyecto y regresarlo al Congreso.
Al final, y para evitar demoras y nuevos debates legislativos, La Moneda decidió promulgar la ley tal como la reescribió el TC. Como consecuencia, Chile tiene ahora una legislación sobre aborto por tres causales, pero es una ley que no refleja en forma cabal las "intenciones originales" del legislador. Es, se puede argumentar, una ley que viola los principios básicos de un sistema democrático.
Un misterio
Pero, más allá de este caso concreto, lo más sorprendente es la poquísima importancia y el casi nulo interés que, hasta ahora, se le ha dado al Tribunal Constitucional en las discusiones políticas chilenas. No es una exageración decir que para la inmensa mayoría de los ciudadanos esta es una institución oscura y misteriosa.
Este desinterés contrasta fuertemente con lo que sucede en otros países, como los Estados Unidos, donde las acciones de la Corte Suprema -institución que juega el rol de corte constitucional- son seguidas con atención y detalle por la prensa y el público en general.
Hace unos días hice la siguiente prueba: les pregunté a ocho amigos y amigas chilenas -todas personas informadas, ex ministros, periodistas influyentes y columnistas de fuste- cuántos miembros del Tribunal Constitucional podían nombrar. El que más nombres pudo dar, nombró a tres; varios de ellos no pudieron darme ni un solo nombre (aunque casi todos sabían que el nuevo presidente del TC había sido un asiduo columnista de revistas de corte nazi).
Luego le pregunté al mismo grupo por los consejeros del Banco Central. Y si bien tan solo uno de los encuestados es economista, la gran mayoría pudo nombrar a los cinco integrantes del consejo del instituto emisor.
Repetí el ejercicio en los EE.UU. con un grupo de amigos de similares características. Todos ellos, sin excepción, pudieron identificar a los nueve integrantes de la Corte Suprema; en contraste, tan solo uno pudo referirse a más de un miembro de la Reserva Federal.
Lo recién contado no es una crítica. Es tan solo la constatación de la enorme diferencia que existe en los dos países. En Chile hay una preocupación preponderante por lo económico, mientras que en los EE.UU. hay mayor inquietud por las instituciones políticas y por el proceso a través del cual el sistema adjudica y decide las controversias constitucionales.
Transparencia vs. oscuridad
Hace unos meses, el Presidente Donald Trump nominó al juez de la Corte de Apelaciones del Décimo Circuito, Neil Gorsuch, para una vacante en la Corte Suprema. Según el sistema estadounidense, el Senado en pleno tiene que dar su consentimiento para que el nombramiento se haga efectivo. El Senado vota después de varios días, en los que el candidato es sometido a un agresivo interrogatorio por parte de la Comisión de la Judicatura de la Cámara Alta. El proceso fue transmitido en vivo, íntegramente y sin interrupciones, por la cadena CNN, y tuvo una enorme cobertura en el resto de la prensa. No es una exageración decir que el país se semiparalizó para escuchar esta suerte de examen oral que rendía uno de los juristas más respetados del país ante una veintena de senadores.
El espectáculo fue alucinante. Un hombre calmado, seguro de sí mismo, con gran dominio de las teorías constitucionales, graduado en una de las mejores escuelas de Derecho del mundo (Harvard Law), contestaba preguntas dificilísimas, hechas por hombres y mujeres graduados de escuelas igualmente buenas, con un mismo grado de sofisticación y experiencias. Muchos de los senadores habían sido fiscales en sus respectivos estados y habían enseñado derecho constitucional. El "pimpón" que se produjo, sobre teorías legales, precedentes, historia, interpretaciones judiciales, lingüística y filosofía fue de un altísimo nivel (el rector Carlos Peña hubiera gozado; los debatientes recurrieron, en forma repetida, a su querido Emanuel Kant para subrayar sus argumentos). Se trató de una enorme lección en educación cívica. Tanto es así que varios colegios interrumpieron las clases para que los niños pudieran mirar lo que estaba pasando.
Fue un proceso transparente y abierto, de cara a la población. En todo momento la gente podía verificar si el nominado tenía la estatura requerida, los conocimientos esperados, la calma, la preparación y el temperamento necesarios para decidir casos vitales para el futuro de la nación.
La visión constitucional de Neil Gorsuch es conservadora y, por decir lo menos, controversial. Al final, y después de este largo drama, que a ratos parecía sacado de una película de suspenso, fue confirmado por un estrecho margen (54-45), y la Corte Suprema volvió a tener su contingente completo de nueve miembros.
Reformar el TC
Hay diferentes modelos sobre cómo deben ser los tribunales constitucionales. En algunos países, como en Alemania y Chile, el TC puede opinar sobre la constitucionalidad de las leyes antes de que sean promulgadas. En otros, como EE.UU., es necesario que alguna persona o institución afectada por una ley ya aprobada -en inglés, alguien que tenga "standing"- les solicite a las cortes que se pronuncien sobre su constitucionalidad. El proceso empieza en las cortes federales más bajas, y solo algunos casos -una centena por año, más o menos- llegan a la Corte Suprema. Después de un alegato corto, pero muy intenso, la Suprema emite un veredicto, pero jamás reescribe la legislación como lo hizo nuestro TC en la ley de aborto por tres causales. Eso es legislar, y el Poder Judicial en EE.UU. no puede hacerlo; es una violación del principio básico de separación de los poderes del Estado.
No sé si Chile debiera seguir el modelo alemán o el de EE.UU. Ambos tienen aspectos favorables y aristas negativas. Es una discusión que debiéramos tener durante los próximos años.
Pero lo que sí sé son dos cosas: en primer lugar, es de esencia que empecemos a prestarle más atención al TC, que sigamos con atención sus deliberaciones, que critiquemos sus errores, que le exijamos a sus miembros ser justos y dejar la política y las creencias religiosas en casa; que rechacemos con fuerza su politización, que esperemos que sean los mejores jurista quienes lo compongan. En segundo término, el proceso de nombramiento de sus miembros debe ser abierto, transparente, sujeto a audiencias públicas, a interrogatorios por parte del Senado, a testimonios televisados. Todos sus miembros, sin excepción, debieran estar sujetos a la aprobación por parte de la Cámara Alta.
La calidad de nuestra democracia depende de este tribunal: es hora de tomarlo en serio.