Los encontraban rascas. Así de simple. Demasiado populares, demasiado pelusones, demasiado marginales para una época en que el canto serio, el coyuntural, el del ideario político, se hacía con el ceño fruncido, con ponchos y el llamado republicano de tener que ser los voceros del cambio y de la nueva generación que estaba por nacer.
Hubo algo de arrogancia y cierta superioridad moral en los grupos de la Nueva Canción de principios de los 70 y en la canción oficial de esa época. Su majadera noción de la música "consciente", aunque necesaria y con méritos en muchos casos, monopolizó la escena e ignoró de paso la joven fiesta de la cumbia chilena y, más lamentable, el lamento populachero, por qué no decirlo así, de Los Angeles Negros y toda esa música que sonó en medio Chile y en las mañanas de los domingos en el régimen de Pinochet.
Su retorno a los escenarios, el próximo mes, es una de las grandes noticias musicales del año. Aunque vienen peleando desde 1973 y mantienen rabiosas disputas por la propiedad sobre la marca, los de San Carlos vienen a cobrar con todo derecho la renta de un pasado que fue glorioso de verdad.
Pero hoy lo hacen con un estatus diferente al de la rareza de circo que siempre acompañó sus tributos. No vuelven como un número kitsch ni de exotismo musical ni como dudoso objeto de aquel concepto que habla del "placer culpable" y que no es más que una lamentable teoría que intenta camuflar lo que es un placer a secas.
Porque dejémonos de cuentos: Chile es un país cebolla. De lágrima fácil y vocación AM. Siempre lo ha sido, aunque pocos hayan estado dispuestos a admitirlo (como Jorge González, que lo viene diciendo desde principios de los 90) y aunque nos sigan seduciendo las galas y la música electrónica y el pop inglés.
Porque de otro modo no se explica el fuerte arraigo de la música ranchera en el sur del país (fuente directa del sonido que luego electrificarían y modernizarían Los Angeles Negros) ni sus ventas sin comparación en el mercado local ni el fenómeno hoy transversal de un chico como Américo, uno que canta salsa y cumbia, pero que se crió con los boleros y valsecitos de Lucho Barrios y las canciones "rockoleras" de Perú y Ecuador. Porque Zalo Reyes no monopolizaría los resúmenes de las televisoras ni Myriam Hernández sería la última que amenazó con destronar a las lacrimógenas baladistas de México y alrededores.
El asunto es que nos cuesta admitirlo y siempre nos ha costado. A Los Angeles Negros en Chile, tal como grafica el notable documental de Jorge Leiva y Pachi Bustos, no los tocaban en radios en su época de mayor éxito (de 1969 a 1973) porque les bajaba el pelo.
Porque no se veía bien. Porque mejor el rock foráneo, tan atractivo como inofensivo, y Música libre en la tele y Julio Zegers en Viña. Sólo cuando el fervor continental se declaró rotundo, cuando ellos ya vivían en México, los "cebolleros" del sur, de los pocos que han creado un sonido originalmente chileno, vieron que en casa empezaba a pasar algo.
Algo que nunca debió avergonzarnos, algo que muy tardíamente se nos ocurre celebrar.