Es como cuando el circo llega a la ciudad. Cuando la sensación de fiesta y carnaval ya está en el aire, incluso antes de que empiece la función. Manu Chao no ha pisado el escenario, no ha cantado una sola frase, y allá abajo ya están todos bailando.
Porque saben lo que viene, porque conocen de qué trata este agite consciente, político y adictivo que el franco-español instala por estos pagos cada vez que se decide a cruzar la cordillera.
Lo cierto es que no venía hace tres años y medio, pero el culto, ese respeto casi generacional, sigue intacto por lo que se vio anoche en su retorno a Santiago y en el comienzo de un recital que debía bordear las tres horas de duración.
Público de perfil universitario, chicos y chicas de pelo largo, gente con ganas de pasarlo bien reciben al ex Mano Negra como si fuera un gurú. Uno que entona una canción que siempre es la misma y que fluye como un mantra, como una música sin final, que va capturando al ritmo de ska, folclor, reggae y punk rock.
Son 10 mil los que ocupan el velódromo del Estadio Nacional y que siguen atentos cada giro, cada trote, cada frase de un músico que acusa algo de estancamiento estilístico (básicamente ha repetido la fórmula de Clandestino, de 1998, hasta el cansancio), pero que en su nicho, ese del baile con mensaje, sigue siendo imperdible.