La noche del 1 de junio de 2009, después de que el Air France despegara desde el aeropuerto de Galeão, en Río de Janeiro, el comandante y los dos copilotos decidieron desviar ligeramente la trayectoria prevista para esquivar una zona de tormenta.

Después, en un punto sin comunicación con tierra sobre el océano Atlántico, a unos 1.296 kilómetros de la ciudad brasileña de Recife, el aparato se estrelló en las aguas del Atlántico, causando la muerte de 216 pasajeros de 32 nacionalidades (en su mayoría brasileños) nueve azafatas, el comandante y los dos copilotos.

El primero de los fallos registrados fue el de las sondas Pitot, fabricadas por la empresa francesa Thales, que presentaron una "incoherencia temporal entre las velocidades analizadas" porque cristales de hielo las habían obstruido. Fue el inicio del accidente, según el informe de la Oficina de Investigaciones y Análisis francesa (BEA) presentado hoy en París.

El avión de Air France ganó entonces altitud, hasta llegar a los 31.000 pies, lo que provocó que se desconectara el piloto automático y saltara la alarma mientras uno de los copilotos gobernaba el avión, ya que el comandante se encontraba en su descanso reglamentario.

Aquello provocó un "efecto sorpresa" en la tripulación, que reaccionó con "acciones inapropiadas sobre los mandos que desestabilizaron la trayectoria" de vuelo, en lugar de controlarla.

Los expertos pueden explicar que en esos momentos iniciales de incertidumbre los pilotos desarrollaron "acciones bruscas y excesivas", pero no establecer por qué se insistió en ellas, desoyendo la alarma que indicaba que el avión había entrado en fase de caída libre desde una altitud máxima de 38.000 pies y a una velocidad de 11.000 pies por minuto.

A pesar de las "fuertes vibraciones" y de la alarma, la tripulación nunca entendió que el aparato estaba en caída libre, por lo que elevaron el morro del avión en demasía, saltándose los protocolos. "Si la tripulación hubiera comprendido bien la situación habría podido recuperar la trayectoria", aseguró Alain Bouillard, el responsable de las pesquisas realizadas por la BEA.

Tal vez, si tras la desconexión del mecanismo automático de vuelo se hubiera mantenido la trayectoria, se hubiera evitado la tragedia, apuntaron los técnicos. Aunque "es muy difícil de establecer", en otros casos similares, tras la pérdida del piloto automático, la tripulación no hizo nada y los aviones no resultaron accidentados, añadieron.

Los responsables de la investigación avanzaron una serie de recomendaciones para la comunidad aeronáutica, como mejorar la certificación de los aparatos, corregir los "puntos muertos" de comunicación en ciertos tramos de vuelo, mejorar el realismo de los simuladores de entrenamiento y entrenar adecuadamente a los pilotos teórica y prácticamente par afrontar ese tipo de circunstancias.

"El doble fallo del procedimiento de respuesta muestra los límites del modelo actual de seguridad", señaló el director del BEA, Jean-Paul Troadec.

La conclusión del BEA es que desde que se salió de la trayectoria normal de vuelo, la tripulación perdió la noción de la situación y se equivocó en sus decisiones. A partir de ahí, la catástrofe era inevitable.

En el momento de la caída libre a gran velocidad, solo un pilotaje similar al de un experto en aviones de combate hubiera podido salvar la situación, pero nunca un aviador civil. Ningún piloto (civil) del mundo ha salido vivo de esa situación", resumió Troadec.

Las familias de los fallecidos, que desconfían de la investigación del organismo francés, pues creen que su prioridad es exculpar a Air France y Airbus, criticaron que el aparato hubiera podido obtener las certificaciones oficiales y que la tripulación pudiera volar sin estar suficientemente entrenada para situaciones extremas.