La avenida Carlos Dittborn parece un océano. La marea azul, que ha anegado ya la Villa Olímpica, desemboca en el Estadio Nacional. Una estampa cotidiana para los vecinos de Ñuñoa y para los hinchas del Romántico Viajero. Y es que cada vez que el equipo estudiantil actúa como local en el campeonato doméstico, la escena se repite. El azul ha pasado a formar parte del paisaje urbano.
Universidad de Chile se bate en duelo en el marco del Torneo Clausura. Las cosas no marchan bien para los pupilos de Lasarte, pero acudir a la cancha a alentar a su equipo es, para muchos, una especie de liturgia que no entiende de resultados.
Con suma puntualidad, comienza el espectáculo; sobre el pasto, se entiende; pues en la grada hace rato que ha empezado a jugarse el partido. Se diría que hay unos 10 mil hinchas de la U, y alrededor de 200 soldados del bando enemigo. La batalla es desigual, al menos en número. Tal vez por eso, los incondicionales de la visita aguardan de momento en su trinchera.
La Galería Sur es, con mucha diferencia, la más poblada. Allí se concentran casi la mitad de los espectadores que han venido al estadio. Los de Abajo, la barra más radical, fiel y populosa del club, domina ese sector. Y de allí provienen los rugidos más fieros del León cada fin de semana.
El cronómetro avanza y los hinchas continúan llegando, a cuentagotas. Una joven pareja; enfrentada por los colores de sus poleras; trata de encontrar un acomodo neutral en el estadio. Rehúsan los extremos. Hoy son ellos los protagonistas anónimos del duelo, pero cada pleito tiene a los suyos. La esencia, después de todo, es la misma, pues todo le pertenece al fútbol.
Con la apertura de la cuenta por parte del cuadro laico, el delirio se instala en el Coloso de Ñuñoa, pero es tras la igualada de la escuadra visitante cuando se intensifican los cánticos. Y es que sabe bien el hincha de la U, que cuando las piernas no acompañan, toca jugar con la garganta.
Al filo del intermedio, hacen su aparición las primeras bengalas, estallan bombas de ruido, y el juego se suspende. Otra constante en el Nacional en los últimos tiempos. El humo cubre de niebla la Galería Sur, ensombreciendo el marcador electrónico. La escena no es tan terrorífica como las consecuencias que acarreará al club tan lamentable espectáculo.
La sinfonía azul, que llena de contagiosos ritmos y melodías cada rincón del estadio, que musicaliza el fútbol, ha cedido al burdo ruido de las bombas. Una voz inexpresiva, neutra, casi mecánica, comienza a demandar tranquilidad a los presentes: "Llamado a los hinchas, en beneficio de nuestro equipo, Universidad de Chile, para evitar algún tipo de sanción, a abstenerse de usar bengalas y bombas de ruido, gracias", propaga la megafonía con su robótico eco.
Tras recibir, en el segundo tiempo, el gol que acabará significando un nuevo tropiezo, la hinchada estudiantil, en un alarde de incondicionalidad extrema, aumenta los decibelios de sus cánticos. Nadie se mueve de su butaca. Hay tiempo. Hay esperanza.
Con el pitazo final, los vítores doblegan a los silbidos. Los espectadores aguardan entonces a que los protagonistas abandonen el rectángulo de juego, por el túnel de camarines, y les aplauden.
Marejada azul
A falta de 10 minutos para el comienzo del duelo, decenas de hinchas tratan de sortear el control policial saltando la valla de seguridad. Los gráficos corren para captar la primera imagen del partido, y uno no tarda en percatarse de que ha vuelto la Libertadores.
En los aledaños del Nacional, el ambiente es otro. Ruge más la hinchada del León en competencia internacional, probablemente para conferir a su equipo un aspecto más bravo. Unos 20 mil espectadores se dan cita en el estadio.
"¡El Maní!", vocifera el esforzado vendedor, mientras recorre las galerías de abajo a arriba y de arriba abajo. Ataviado con polera roja y gorra negra, y alardeando de poderosas cuerdas vocales, es el único hombre capaz de explotar al máximo los breves silencios.
En el coliseo azul parecen haberse acostumbrado a las bombas. Proceden del mismo sector sur, tan concurrido como insubordinado. La respuesta popular del resto, a base de airados silbidos, es de condena. Hacia el ecuador del primer tiempo, el segundo estallido; con idéntica e inmediata reacción del resto de los aficionados.
El bombo, protagonista estrella de una fiesta a la que nunca estuvo invitado, resuena cada vez más fuerte. "¡Vamos Bulla, que hoy te venimos a ver, soy de abajo, no podemos perder!", rezan algunos de los emblemáticos cánticos, elevados ya a la categoría de himnos por sus fervientes intérpretes.
No hay goles antes del intermedio y los seguidores del cuadro de la visita aprovechan el receso para hacer ondear, a modo de provocación, algunas camisetas de Colo Colo. El ambiente se caldea por momentos derivando en tímidos enfrentamientos verbales entre hinchas.
Tras la reanudación, el Nacional vibra como nunca. Por momentos puede percibirse el olor del triunfo, pero en cada acometida forastera se masca también la peor de las tragedias. Así son los duelos de altura. El rival golpea primero. Un tanto que, a la postre, será definitivo. Pero la hinchada de la U no está habituada a claudicar ante nadie. Piden responsabilidades, pero sobre todo compromiso. Siempre a su manera: "¡Jugadores, jugadores, yo les pido por favor, que mojen la camiseta, aunque no salgan campeón!". El partido agoniza, y con él la paciencia de los más radicales. Una decena de bengalas "incendia" el fondo sur del estadio, mientras algunos barristas logran acceder a la pista atlética. Malas noticias dentro y fuera de la cancha para la U.
El pleito se consume con los hombres de Machete volcados en ataque. Demasiado tarde. Nueva derrota del equipo en el Nacional, pero segunda lección de fidelidad al término del duelo por parte de una hinchada laica a la que lo sobra fe en su equipo, y también un puñado de radicales.
Los aficionados abandonan el estadio sin incidentes, tratando de hallar respuestas al enigma del juego precario y los malos resultados. "No están suficientemente motivados", "les hacen un gol y no son capaces de sacárselo" o "éste no es el mismo equipo que salió campeón", son algunas de las lecturas de los fanáticos tras consumarse la caída.
De regreso a la concurrida Carlos Dittborn, y a pesar de que los hinchas más apasionados se obstinan en trasladar su último aliento al equipo, los gritos que resuenan con más fuerza en las calles son ya los de los vendedores ambulantes.
Las camisetas de los orgullosos hinchas se funden con el negro de la noche. Baja la marea azul y el océano de la Villa Olímpica recupera la calma. El último naufragio sufrido no aplaca, sin embargo, las ansias de oleaje de los aficionados del Romántico Viajero, conscientes, tal vez, de que los marineros más valientes son aquellos que están dispuestos a hundirse con el barco.
Y el sábado ante Colo Colo, pese a que el aforo no podrá exceder los 30 mil espectadores, seguro que habrá marejada.