Lo primero que impresiona es la cama: demasiado pequeña para un adulto, mientras que el anticuado edredón, tejido a mano, parece algo con lo que una madre arroparía a su hijo.

Al lado hay una estantería con una docena de textos escolares, entre ellos clásicos de la literatura francesa y un manual de gramática para colegiales.

Es el cuarto de un soldado francés muerto en la Primera Guerra Mundial que casi no ha sido tocado por los sucesivos dueños de la que fue su casa.

Y, en cierta forma, el pequeño y soleado cuarto, ubicado al final de un pequeño corredor de madera, captura el momento preciso en la vida del joven que antecedió a su muerte.

Está lleno de sus recuerdos de infancia. Y sin embargo ya entonces estaba combatiendo –y muriendo– en la guerra.

21 años de edad

Hubert Rochereau tenía 21 años cuando cayó en los campos de batalla de Flandes como oficial del 15 Regimiento de Dragones, en una de las última batallas de la Primera Guerra Mundial.

Sobre su almohada, una fotografía recoge su rostro joven junto al de sus compañeros caídos, algunos de solo 19 años de edad.

Sus padres, en duelo por su único hijo, conservaron el cuarto casi tal y como él lo había dejado.

Solo añadieron una pequeña botella con tierra proveniente del campo de batalla belga donde encontró la muerte.

Los sucesivos custodios de este museo íntimo mantuvieron la tradición y casi un siglo después de la muerte de Hubert sus posesiones personales siguen sobre el escritorio: dos pistolas, dos cuchillos y una pipa para fumar opio.

Un tubo metálico de cigarrillos ingleses también sigue ahí, los blancos y delgados cilindros todavía huelen ligeramente a tabaco.

"Traté de fumarme uno", le dice a la BBC en actual dueño de la casa, Daniel Fabre. "No fue una experiencia agradable".

Recuerdo borroso

Fabre ha conservado el cuarto excatamente tal y como lo encontró cuando se mudó a la casa, aunque confiesa no saber mucho del hombre cuyos recuerdos preserva.

"Me gusta decir que vivo en su casa, pero no con él", dice.

"No siento ninguna familiaridad con él. Era un joven oficial, un militar, y me lo imagino como alguien bastante provincial, tal vez incluso de mente un poco estrecha", explica.

"Pero es parte de la historia de la casa, y por eso la conservo", cuenta.

La pila de libros refleja la vida de un joven que apenas empezaba a trazar su camino por el mundo: novelas comerciales con portadas escabrosas se juntan con libros de alemán.

También hay un delgado panfleto, cubierto en papel marrón, que advierte sobre los peligros del alcohol.

Luego de casi un siglo, el uniforme azul de Hubert, que descansa en un perchero cerca de la ventana, se está cayendo a pedazos, sus mangas casi totalmente carcomidas.

Fotografías en blanco y negro salpican su escritorio, pero ya no hay nadie en la casa que recuerde esos rostros.

En las escrituras de esta casa señorial francesa hay un contrato que estipula que sus futuros propietarios deben mantener la habitación de Hubert tal y como él la dejó durante 500 años.

El contrato no es legalmente vinculante y el actual inquilino, Daniel Fabre, dice que no sabe si el cuarto logrará sobrevivir otros 400 años.

Pero mientras se ríe de un cenicero fabricado a partir del casco de un caballo su pequeña nieta dice que al menos ella nunca cambiaría nada.