Miguel Galaz avanza decidido por lo que hasta unos días eran las calles de Santa Olga. Su paso se detiene frente a una de las tantas ruinas que dejó el paso del incendio que convirtió en cenizas su pueblo. Mira y vuelve a caminar entre latas de zinc, sillas quemadas, mesas a medio caer y un par de muros que mantienen el pie el recuerdo del colegio Enrique Mac Iver. El pequeño de 11 años es uno de los 615 alumnos del establecimiento de la pequeña localidad que, en cosa de horas, se convirtió en la imagen más emblemática de la peor tragedia forestal de la historia del país.

Los lugareños dicen que el establecimiento, levantado en 1968, era más que un colegio, más bien se había convertido en el punto de encuentro de todas las familias. Por eso, Miguel camina con nostalgia y sueña con pronto volver a juntarse con sus compañeros en la sala de octavo año. "Ahora no estoy pensando en jugar. Lo primero que quiero es que las personas tengan sus casas y nosotros también. Lo más importante no es jugar, es estar bien", comenta.

Por el lugar se logran ver libros y cuadernos que a simple vista parecen estar íntegros, pero al tocarlos se deshacen en las manos.

Al lugar llegan más compañeros. Alexandra Núñez pasó a quinto básico (8 años) en el mismo lugar, y comparte la preocupación de su pequeño vecino. "Quiero volver pronto al colegio. Esto es horrible y creo que nunca tuvo que suceder, porque hay niños que necesitan aprender, que aún no saben leer y la escuela es para educar a los niños, para que aprendan y logren tener una carrera", cuenta el menor.

La escuela siguió ayer siendo centro de encuentro del pueblo, esta vez porque parte de su terreno sirvió de centro de acopio y de entrega de alimentos y enseres a los vecinos afectados con la catástrofe.

Eso en la parte más sólida, donde estaban las salas de clases de concreto que albergaban la enseñanza media y el galpón del gimnasio, construidos en la década del noventa ante el aumento en la población. El lugar donde estaban ubicadas las aulas de Alexander y Miguel, en cambio, quedaron completamente destruidas por las llamas.

"Si bien es cierto que está destruido en casi su totalidad, el alma del colegio sigue viva. Es muy gravitante para la comunidad porque aquí estudian 615 alumnos y detrás de ellos, hay muchas familias que hoy están afectadas. Es por ello que rápidamente queremos levantarlo y devolverle la vida ", dice el director del establecimiento, Hugo Olivares.

Una cruzada a la que también se suman apoderados y docentes. "La idea es que se pueda levantar de a poco, que la gente vea que hay esperanza después de todo lo que pasó", agrega Isabel Parra, asistente social del recinto, que hoy trabaja entregando ayuda a los damnificados.

Muchos padres que llegaron hasta el lugar, aprovechando la tregua que dio el clima, dieron cuenta del valor emocional que tiene el establecimiento para la comunidad.

"El colegio es todo para este pueblo. Yo estudié acá, ahora mi hija también está aquí y siempre ha estado a disposición de toda la población. Es una pena verlo como está", dice Carolina Soto, de 28 años.

Pese a que Alexandra y Miguel, al igual que los más de 600 niños y jóvenes que estudiaban en el colegio, están preocupados por lo que pasará con el establecimiento y que quizás en marzo tengan que ir a estudiar a Constitución mientras se instala un establecimiento modular, ambos ruegan por quedarse y trabajar junto a sus padres para tener su nuevo colegio.

"Yo haré un dibujo para que puedan construir el colegio, mis papás también van a ayudar", dice Alexandra, mientras que Miguel ayuda a sus padres sacando las planchas de zinc de donde estaba su casa, porque dice "lo primero es recuperar nuestras casas y, no sólo la nuestra, sino la de todos porque no quiero que estemos solos. Después iremos a limpiar y trabajar en la escuela".