Atticus Finch, el protagonista de Matar a un ruiseñor (1962) es inspiración y faro para abogados en buena parte de Occidente, especialmente en Estados Unidos. Su defensa en la corte de un afroamericano acusado de violar a una mujer blanca, aún a pesar de las múltiples amenazas que recibe, ha sido un modelo de conducta leguleyo y punto de partida para debates de ética y responsabilidad en la profesión. La tarea de Finch (interpretado por Gregory Peck, ganador del Oscar por este rol) es prácticamente imposible en una Alabama racista de 1936. Inevitablemente el acusado es encontrado culpable y termina muriendo en sospechosas circunstancias.
Matar a un ruiseñor, novela de Harper Lee llevada al cine en 1962 por Robert Mulligan, es un clásico del género que los norteamericanos llaman courtroom drama: el conflicto habitual del bien contra el mal, pero contado desde los tribunales incorporando no sólo tecnicismos, sino también las variables del proceso que pueden jugar en contra o a favor de la verdad y la justicia.
Tanto Matar a un ruiseñor como Philadelphia (Jonathan Demme, 1993) usan los procesos judiciales como medio para retratar una época. Si en la primera se denuncia el racismo, en la segunda el abogado Andy Beckett (Tom Hanks) es víctima de la homofobia y de los prejuicios contra los portadores de VIH.
Obstáculos para la justicia
Tanto en Bailarina en la oscuridad (Lars Von Trier, 2000) como en Yo confieso (Alfred Hitchcock, 1953), la corrección moral de los protagonistas acusados de asesinato puede significar una muerte en la horca. Si en la primera, entregar la información que la dejaría libre significa para la protagonista (la islandesa Björk) romper una promesa de silencio; en la segunda, el sospechoso principal es un cura (Montgomery Clift) para quien defenderse equivaldría a faltar al secreto de confesión. Todos los antecedentes presentados en la corte apuntan en su contra, y su silencio mientras son interrogados en el juicio poco ayudará a lograr un veredicto favorable.
Henry Fonda produce y protagoniza el debut cinematográfico de Sidney Lumet, 12 hombres en pugna (1957), que -en una historia que se desarrolla en una claustrofóbica sala y que avanza a través de extraordinarios diálogos- cuestiona a los jurados, exponiendo cómo la apatía o los prejuicios pueden imponerse a una cuidada valoración de los hechos antes de dar un veredicto, que podría enviar a un joven de 18 años a la silla eléctrica.
Abogados que dudan de sí mismos y de sistema en el que habitan también son carne de memorables dramas. Uno de los mejores es Veredicto (1982), donde Paul Newman, viejo, cansado y final, es el litigante alcohólico Frank Galvin, quien intenta redimir su carrera resolviendo un viejo caso de negligencia médica en el que las influencias le ganaron a la verdad. Quien no puede hacer mucho con las influencias es Tom Cruise, que en Fachada (1993) es en la práctica digerido por un firma liderada por Avery Tolar (Gene Hackman). El bufete, que es una fachada de operaciones ilegales, le proporciona el mejor el auto y la mejor casa de los suburbios a cambio de que trabaje y no pregunte.
No sólo los procesos de la justicia ordinaria han tenido cabida en el cine. En Cuestión de honor (1992) un marine es asesinado y es tarea del lugarteniente Kaffee (Tom Cruise) descubrir si fue víctima de una novatada que salió mal o si su asesinato fue fruto de la orden de un superior. El clímax ocurre en plena corte, cuando Kaffee interroga al Coronel Jessup (Jack Nicholson), jefe de la base de Guantánamo, donde ocurrió el crimen.
Mientras, en la aclamada Senderos de gloria (1957), Stanley Kubrick muestra cómo la ambición de un general termina con vidas inocentes. Kirk Douglas es un coronel que defiende a tres soldados acusados de cobardía, elegidos al azar entre los sobrevivientes de una tropa del ejército francés que fue enviada a una misión imposible: enfrentar a las fuerzas alemanas y tomar control de un punto estratégico en el contexto de la primera guerra. Por más clara que fuera la exposición de la defensa en la corte marcial, sus integrantes parecen valorar más la oportunidad de dar un castigo ejemplar que las vidas en juego.
Por último, más lejos de la estructura formal de los juicios, pero utilizando sus elementos para hablar de la condición humana, están las fundamentales Rashmon (Akira Kurosawa, 1950) y El proceso (Orson Welles, 1963).
En la primera, que recibió un Oscar honorario a la mejor película extranjera antes de que se creara formalmente la categoría, los involucrados en un asesinato ocurrido en el bosque cuentan versiones sorprendentemente distintas del mismo hecho. La cinta -que tiene a tres personas asegurando haber empuñado el arma homicida- no persigue un veredicto, sino cuestionar la honestidad del hombre con el mundo y consigo mismo.
El proceso, por su parte, es la adaptación que Welles hizo de la obra inconclusa homónima de Franz Kafka -que se graduó de derecho en 1906-, con Anthony Perkins (Psicosis) como un oficinista que despierta una mañana cuando un hombre, que parece trabajar para la policía, le comunica que está bajo arresto y comienza a registrar su pieza y a lanzarle acusaciones sin explicar los cargos en su contra ni identificarse. La situación desde ahí sólo empeora, debiendo defenderse a sí mismo en un extraño juicio y lidiando con un abogado (interpretado por el mismo Welles) que le dice que a veces es preferible estar encarcelado. Kafkiano, como era de esperarse.