Más que un partido es una emoción. El derbi más grande de la historia, la primera vez que dos equipos de una misma ciudad se enfrentan en la final de la Liga de Campeones, la cima de las competiciones de clubes. Real Madrid contra Atlético, dos aficiones distintas y enemistadas que se han juntado en caravana hacia Portugal. Lisboa huele desde anoche a buñuelos y patatas bravas.

El Madrid está más acostumbrado a la cita, mucho más, podría decirse incluso que es el dueño de la competición: nueve títulos en 12 finales. Pero en el siglo pasado. En éste, desde que en 2002 Zidane conectara en Glasgow la volea de su vida no se ha vuelto a acercar al gran partido.

Y en esa casa no llegar a la final de Champions es un drama, porque vive por y para ese torneo. Todos las temporadas nacen, allá por septiembre, con la palabra décima en la boca, todas se construye un equipo millonario y luminoso para conquistarla y todas se visualiza una celebración que finalmente no llega. Doce años han pasado desde la última vez, una eternidad para ese escudo. Tanto que incluso hubo quien creyó a Mourinho cuando, de espaldas a la historia del club, trató de vender como hazaña alcanzar tres veces consecutivas las semifinales. A Ancelotti le ha bastado una bala para devolver al Madrid al único sitio que le vale. Y con la obligación de ganar, además. El título de Copa del Rey, por más que fuera ganado ante Barcelona, no le alcanza. El futuro del técnico italiano está pendiente  del desenlace de hoy.

Al Atlético le obliga la historia. Su temporada, con el título de Liga ya en el bolsillo, pasará a la posteridad como la mejor de su biografía pase lo que pase. Pero hay una deuda pendiente desde hace 40 años que no se perdonaría no ajustar. Desde el gol de Luis Aragonés en la final de 1974, la única que han disputado los rojiblancos en su vida, truncada a última hora con el gol de Schwarzenberg. Un suceso que sembró de pesimismo la institución y se quedó muy dentro. Una fatalidad que no se ha movido un centímetro de sus cabezas durante todo este tiempo y que de una vez por todas tienen la oportunidad de zanjar. Con el espíritu de Luis Aragonés, fallecido este año, como refuerzo anímico y conmovedor al que se agarran jugadores e hinchada.

En lo deportivo, el Atlético llega mejor. Con el empujón que dan los títulos y la convicción absoluta en lo que hacen. Mientras el Madrid es una suma de individualidades (quizás las mejores), Simeone ha construido un equipo rocoso, comprometido, aguerrido, solidario hambriento y lleno de fe que, además, gana. Desprecian la posesión (esta vez están convencidos de que el Madrid tampoco va a querer la pelota, sino que buscará contragolpear) para organizar su juego desde la defensa ordenada y la recuperación y exprimen al máximo su efectividad a balón parado. Acostumbrado a los milagros desde la llegada del Cholo (cuatro títulos en tres años), el Atlético sueña incluso con disponer de Diego Costa para la final. Se rompió muscularmente el sábado pasado, pero tras aplicarse en Belgrado el gel de la placenta equina, al goleador se le vio en el entrenamiento de ayer incluso correr a toda velocidad. De consumarse la recuperación, la yegua va a quitar el sitio al oso en el escudo.

Contra las sanciones no hay pócima que valga. Así que la baja de Xabi Alonso es la que retuerce al Madrid. Porque es el faro de su juego. Y Pepe, fundamental en defensa, sigue entre algodones. No está descartado, pero casi. Con todo, la mayor preocupación del Madrid , más allá de esa obsesión por la décima que le bloquea, es subirse otra vez a la competición. Desde que barrieron al Bayern, hace casi un mes, los madridistas se desentendieron de la Liga. Gratuitamente. Y ahora tienen que reengancharse.