Crítica de cine: Gigantes de acero

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Hay cierta idea primitiva pero verdadera que establece que la nobleza de los robots reside en la nobleza de su material: el acero es un metal pulcro, sólido, pero nunca indestructible sino que maleable. Un robot tiene un ciclo de vida (como los humanos) pero de lo que está hecho permanece a través del tiempo: es reutilizable. De manera bastante inconsciente, casi intuitiva, en "Gigantes de acero" esa idea recorre la historia: un padre ausente se reencuentra con el hijo que abandonó en su nacimiento para hacerse cargo de él cuando tiene 11 años y su madre ha muerto. Es materia de melodrama y redención, pero en el contexto de un futuro cercano en que iremos a estadios a ver peleas de robots, y el padre se dedica a hacerlos pelear, es entretención bien calibrada. Padre e hijo son distintos, pero los une el material. La película misma es un mecano con piezas prestadas de cierto cine melancólico de los 70 ("Rocky", "El campeón") y la historia es la misma de "Luna de papel" de Peter Bogdanovich, cinta que a su vez se conectaba con una época frágil como la de la recesión de los años 30 en Estados Unidos. De todas esa fuentes bebe "Gigantes de acero" y en un momento clave de la cinta lo reafirma: un brazo inanimado de robot le salva la vida del niño. El acero es lo que importa, no sus formas.

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