El título no es una observación cínica. Figura, tal cual, en un afiche del tercer largometraje de Tatiana Gaviola, con una Francisca Lewin como Teresa Wilms Montt, poeta y amante de poetas, coronada por espinas. La imagen impresa no aparece en la película -sería un poco mucho-, sino que es un comentario acerca de la cinta. Si hacía falta predisponer así al espectador, es algo que cada cual se responderá, pero cabe formular la inquietud, sobre todo porque en Teresa hay paño que cortar más allá de la construcción mítica y las acciones beatificadoras.

Teresa, hija de una "buena familia" de comienzos del siglo XX, se casó con un Balmaceda para huir de casa, escribió cuando pocas lo hacían, fumó tabaco y otras yerbas, fue alejada de sus hijas y encerrada en un convento por inmoral e irrespetuosa con Dios, huyó a Buenos Aires con Vicente Huidobro, estuvo en Madrid y París, y se suicidó a los 28 años. Este material, que otras latitudes hace rato habría sido una biopic con rasgos de superproducción. aquí da lugar a una película de medios modestos que ambienta ciudades extranjeras en barrios de Santiago, mostrando que puede hacer de la necesidad una virtud y concentrarse en lo que le importa.

Para todos los efectos, sin embargo, la cinta parece gobernada por la intensidad de un personaje que se nos pinta romántico en el viejo sentido: antirracional, apasionado, instintivo, desdeñoso del buen sentido y de cualquier norma, lo que deriva en que oiremos a Teresa, como parte del off con que nos cuenta su propia historia, autodefiniéndose más de una vez ("Esta soy yo, rebelde ante lo establecido", dice hacia el final). Pero también es una mujer "de avanzada", que encara a Arturo Alessandri por el voto femenino y que reclama derechos para sí y para el género.

¿Cómo se revela su naturaleza? Con más didactismo que misterio, con más momentos definitivos que intersticios banales, con diálogos que tienden a reforzar la rigidez en el armado de los personajes, a quienes no les queda más que ser libertarios o inquisidores.

Pero ojo, también, con las palabras. Que cuando "las puertas se quejan de sus umbrales", en otro off de Teresa mientras se encama furtivamente con el primo de su esposo, algo pasa. Algo que le da espesor a la intriga y redefine a los personajes.

Valiéndose de estándares de producción irreprochables -del vestuario al sonido, de la música de Juan Cristóbal Meza a la fotografía de Juan Carlos Bustamante-, Gaviola se aleja del testimonio generacional de Angeles -y de la metáfora con zancos de Mi último hombre- para enamorarse de su protagonista. No es esta una vacuna contra el trazo grueso y la solemnidad, y nunca lo ha sido, pero sí una política que ayuda a tender puentes con la materia de la que están hechas las vidas y las emociones. Y eso siempre ayuda.