Dicen que no hay muerto malo. Que es de gente respetuosa, de buena crianza, no andar ventilando las cuitas ni la vida privada del que ha decidido armar maletas para largarse al otro mundo.

Cuando Michael Jackson murió, el 25 de junio pasado, pocos se acordaron de esa vieja máxima republicana e hicieron turno para despellejarlo públicamente. Quizás con mucha razón, por todas aquellas dimensiones difíciles de obviar y que tenían que ver con acusaciones de pedofilia y dependencia a los fármacos y una obsesión derechamente insana con su apariencia.

Pero quedó la sensación de que se habló poco del genio, del músico, del talento que desbordó en tanta locura pública. Quedó la idea que se iba un freak y no un artista de excepción. Que se estaba despidiendo al tipo al que ya se le caía la nariz y no al creador de algunas de las mejores canciones pop de la historia.

Aunque algo oportunista, escaso de fuentes y armado a la rápida, This is it es la mejor prueba póstuma de que "Jacko" todavía se la podría y que hay mitos a los que no derrumba ni una camionada de pelambres ni, por cierto, otra igual grande de vicios privados.

Y la prueba no está en lo evidente (que el documental confirma que Jackson todavía cantaba y bailaba estupendamente y que el show de retorno iba a ser el más espectacular de la década), sino en la cara, en el testimonio emocionado, de los que lo iban a acompañar.

Bailarines, coreógrafos, músicos y técnicos. Porque al final del día de eso se trata todo esto: del fervor, de la pasión que no es enciclopedia ni tema de tribunales.

El que aparece ahí, con aspecto fantasmagórico y como recién levantado de la cama, es uno que vivía por lo que hacía. Puntilloso, pero amable; exigente, pero siempre dulce para pedirles a sus músicos que dieran el tono exacto de lo que había grabado.

Lo dice el bajista de su banda en el documental: "No puedes engañar a Michael", porque Michael lo conocía todo. Cada detalle, cada paso de baile, cada tono y cadencia que buscó obsesivamente en vida.

En algún momento del filme, algo contrariado por un apurado comienzo de sus músicos, Jackson les dice severo, pero con esa voz de niño: "Déjalo que se cocine a fuego lento". Un paradigma de la vieja escuela, una forma de hacer las cosas que ya no existe más.

Un método que quizás él mismo olvidó en el camino con el vértigo de la fama y de su extraña vida. Pero que hoy nos recuerda en la cara viniendo desde el más allá.

En una película menor, pero imperdible por la emoción. Como siempre con él, esto no es todo. Aunque parezca desquiciado, hay Michael para rato.