Martín diciendo "yo quería volar" en la cena; Gabriel cayendo herido en el departamento de Claudia; Juan escondiéndose de una camioneta con militares en toque de queda; Félix y Bruno jugando con un rifle que se dispara accidentalmente o escribiéndole una carta a Lucía Hiriart; los Herrera cantando entre lágrimas en Navidad.

Son parte de las imágenes que deja la segunda temporada de Los 80, que anoche terminó coronándose como uno de los dos mejores programas de la TV chilena del año.

Con guiones más sólidos que la primera temporada (aunque a mitad de ciclo tuvo un par de capítulos que desnivelaron la calidad), con actuaciones descollantes (Daniel Muñoz es el mejor actor de la actualidad y Loreto Aravena, la gran promesa para la nueva década) y con un retrato de la familia chilena que hacía falta en la pantalla.

Hasta ahora, esa fotografía estaba dada en teleseries (desde las fracturadas familias de La madrastra hasta la de ¿Dónde está Elisa?, el otro gran espacio de 2009) o en comedias  de cuestionable calidad (Los Venegas, Los Cárcamo), pero nadie se había atrevido a mezclar aciertos y desaciertos de los chilenos, por partes iguales, en una misma ficción.

Feroces al retratar a una parte de quienes tienen cuarenta y tantos y que sienten culpa por haber renunciado a sus ideales (anoche se supo que Juan Herrera era simpatizante de la UP, pero que el 11 de septiembre no fue a su fábrica, "a defender el gobierno de Allende",  por miedo a no ver más a su familia), cariñosos en la mirada infantil y detallistas en la ambientación de la época, Los 80 resumió ayer lo que quieren contar los realizadores: las peleas, la crisis económica y los fracasos no son tan importantes.

A fin de cuentas, lo que vale es el núcleo familiar. El no "separarse de la bandada", como resume Martín a su hermana.

Los Herrera, que toman once-comida y estrujan la ropa con la mano al lavarla, terminaron por convertirse en la más entrañable familia chilena de la TV. Esa que ahora cuesta tanto dejar de ver.