En la lista de las tonterías producidas en forma colectiva por la clase política chilena resplandece la del voto voluntario con inscripción automática. Gracias a ese golpe de ingenio, Chile dejó de ser uno de los países con más alta participación electoral para entrar en el club de los que tienen las más altas abstenciones… ¡del mundo! Los deportistas de las comparaciones con la Ocde pueden solazarse con un nuevo récord: desde las elecciones municipales de 2016, Chile es el miembro con menos votación democrática. Ah, y también de América Latina.
Bingo, lo consiguieron: los alcaldes y concejales de Chile fueron elegidos con un magro 36% de los electores potenciales. Para ponerlo en números: los votaron algo menos de cinco millones de personas, mientras otros nueve millones decidieron hacer cualquier otra cosa antes que sufragar. Un análisis del PNUD de noviembre pasado muestra que en esas municipales la abstención chilena superó a las de Eslovenia y la República Checa, dos países donde se han entronizado el nacionalismo, la xenofobia y el iliberalismo.
Este estado de cosas introduce alguna incertidumbre en las encuestas. Aunque todas ellas están coincidiendo en resultados parecidos (la novedad del CEP es el tercer lugar para Manuel José Ossandón), también coinciden en cerca de un 30% de gente que no responde y otro tanto de gente que dice abiertamente que no va a votar. Estas personas engrosarán una abstención que, si se siguen los patrones del 2013 y el 2016, oscilará entre 49% y 64%.
Los campeones del voto voluntario suelen ser también los sacerdotes de esa nueva religión a la que llaman transparencia. Su lógica se construye más o menos así: bajo el régimen de inscripción voluntaria y voto obligatorio, los jóvenes no se estaban inscribiendo, con lo cual se producía una "abstención encubierta", puesto que votaba una mayoría de los inscritos, pero los que se inscribían eran sólo unos pocos. Ahora, en cambio, los mismos jóvenes no votan, y además no votan tampoco algunos de los antiguos inscritos. El día que no vote nadie se cumplirá, quizás, el sueño de la transparencia perfecta.
Es verdad que después de la elección de Ricardo Lagos en 2000, las nuevas inscripciones empezaron a caer por debajo del 10% entre los que cumplían 18 años. En el pasado, las inscripciones, siendo voluntarias, tenían ciertos vínculos compulsivos: se requería estar inscrito para obtener empleo, para conseguir documentos oficiales, incluso para viajar. Todo eso desapareció con la restauración democrática. Hacia el 2008, el porcentaje de jóvenes que se inscribía se situaba por debajo del 8%. Pero, bajo y todo, era un 8% que se agregaba al conjunto del padrón electoral. En la genialidad de la inscripción automática, los votantes no han hecho más que desagregarse.
Tómese este dato escalofriante: para su segunda presidencia, con su bullicioso programa de reformas "estructurales", Michelle Bachelet fue elegida con casi 400 mil votos menos que el ultraprudente Patricio Aylwin. Y fue elegida en una segunda vuelta que tuvo un millón y medio de votantes menos que en las elecciones con que se restauró la democracia, 23 años antes.
La Presidenta nunca se mostró consciente de este débil nivel de representación introducido por el voto voluntario; pero no tenía por qué hacerlo, porque en sus equipos estaban algunos de los profetas de este sistema. De hecho, en su último mensaje, la Presidenta se felicitó de que "hemos renovado la política, haciéndola más representativa y más transparente". ¿A qué diablos se referiría? ¿Pensará que es más representativo un 36% que el 87% que votó en 1989? Y la renovación de la política, ¿es lo que vemos en estos días, con este masivo rechazo a los dirigentes y al voto?
Así que los jóvenes no se inscriben en el régimen de voto obligatorio ni sufragan en el de voto voluntario. Por lo tanto, la no participación nada tiene que ver con el régimen del voto. Para encontrar sus raíces hay que ir al lugar donde se hallan casi todos los problemas intelectuales del país: a la educación básica y media, donde no sólo se ha esfumado la educación cívica, sino que campean los profesores antisistémicos y la ancha escuela del resentimiento. La explicación de la desidia juvenil la deben dar los profesores, no los políticos.
Está ampliamente demostrado que el voto voluntario introduce, además, un sesgo de clase que en ciertas ocasiones excepcionales puede ser mitigado, pero nunca desaparece del todo: votan menos los jóvenes, los pobres y los tontos. ¡Háblennos de desigualdad!
Los portaestandartes del voto voluntario están ahora un poco escondidos -desde Cristián Larroulet a Alejandro Navarro, de Giorgio Jackson a Lily Pérez, desde Fulvio Rossi a Cristóbal Bellolio- y no van a responder por el daño que infligieron a la democracia chilena, a sus apariencias o a su fondo. Nadie responde por nada en la política chilena.
Desde el plebiscito de 1988 en adelante existió un repertorio más o menos estable de siete millones de votantes. En la primera elección posterior a la implantación del voto voluntario –municipales del 2012- la cifra cayó a algo menos de seis millones, y en las municipales recientes se desplomó a menos de cinco millones. Esto, en contraste con los cerca de 13 millones que están en condiciones de votar. (Y a algún candidato se le ha ocurrido otra idea para el concurso de la tontería: ¡bajar la edad para votar!).