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-Santa Olga estaba rodeada de puro fuego -dice Emelina Valdés.

Aquel miércoles, cuando empezaron a acercarse las llamas, los militares obligaron a evacuar todo el pueblo.

-Alcanzamos a llevarnos los puros vehículos y unas pocas cosas más. Quedamos con lo puesto. El resto se quemó todo.

Desde tres frentes distintos, las llamas, que se veían encima de las copas de los árboles, llevaban días acercándose. Saltaban de árbol en árbol, con dirección a la costa, alimentadas por el viento y las altas temperaturas.

Hasta que el fuego comenzó a rodear al pueblo.

-Todo se quemó en una hora y media -dice un poblador que no quiere que anote su nombre. Quiere, en realidad, olvidarse. Olvidar como forma del recuerdo.

Entonces llegó la noche y las sirenas de los bomberos dejaron de ulular a la distancia. La gente ya no estaba —la habían sacado—. Los militares también se fueron.

Parecían escenas de una película de catástrofes. Como ocurrió en Chaitén el año 2008 o en Valparaíso el 2014, miles de personas fueron evacuadas.

La tibia noche maulina se transformó en una pira ardiente y descontrolada, con animales escapando de sí mismos y una niebla de ceniza y polvo que el fuego pintó de rojo.

A primera hora, cuando el incendio empezó a calmarse quedaron a la vista las imágenes de la destrucción. El pueblo amaneció en el suelo y en el aire, en forma de ceniza y polvo. Santa Olga era ahora una borra de pino radiata y esqueletos de casas en el mapa.

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Te dicen Santa Olga. Un día, en una reunión, en un correo te dicen Santa Olga y es igual que si hubieran dicho Duao, Putú, Loanco: pueblo ignoto en el fondo del Maule. Después, semanas después, estás en el segundo piso de un bus mal dormido; que en esa reunión, en ese correo dijeran Santa Olga —y no Duao, Putú, Loanco— cobra una importancia decisiva. Otras expectativas, otra historia, otro paisaje, otra gente. Todo eso fue, al principio, una palabra.

Alguien me dijo Santa Olga.

Atardece. Mientras entramos al pueblo, medio año después del incendio, lo primero es el frío. El viento es pesado. Digo, cómo decir: pesado. Digo: parece que se pega a los huesos.

Al calor de las metáforas horribles, lo segundo es la cantidad de árboles quemados y lo cerca que están de las casas. El fuego arrasó con todo a su paso. Y ahora Santa Olga, un lunar atravesado por la carretera que une San Javier con Constitución, que limitaba al sur con un aserradero y con un espeso bosque de pinos al norte, es un cementerio de losas de cemento, banderas a maltraer y tijerales a medio construir.

Se parece a Humberstone, al cadáver de un asentamiento humano, de algo que ya no.

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Caminando por el barro que quedó del último temporal, uno ve la posta improvisada y los espacios que sobrevivieron al fuego: la plaza de juegos infantiles y el retén de Carabineros. Fueron lo único que dejó en pie el avance del fuego. Ahora, por todos lados, los letreros del Serviu. Son varios. Decenas de ellos. Los obreros pasan al lado y no los miran; los deben haber visto tantas veces. Están ahí, delante de cada vivienda a medio terminar. Porque eso es hoy Santa Olga: algo en vías de, un pueblo que será, porque hoy es una mezcla de construcciones moribundas, el ruido de la maquinaria pesada, depósitos de mezcla y piedra, cerros quemados y probablemente dos docenas de obreros alisando peñascos, emparejando el suelo quemado.

De cerca, cuando uno examina lo que quedó en cada radier, asoman la losa desmembrada, las herramientas quemadas y las banderas chilenas que operan como títulos de dominio. Allí se lee: "Albornoz Zurita", "Fernández Valencia", "Flores Troncoso". Las familias marcan sus espacios así.

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De día, la maquinaria habilita el terreno, lo empareja, mientras los obreros replican un modelo de vivienda en este pueblo, a quince minutos de Constitución, en medio del bosque.

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Antes del incendio, Santa Olga se embellecía. Las mejoras llegaban. Lento. Pero al menos estaban al alcance: el retén de Carabineros, el renovado Liceo Rural Enrique Mac Iver, una plaza de juegos infantiles, el agua potable, la electricidad, el alcantarillado en vías de construir.

Entonces las viviendas de materiales ligeros comenzaron a ocupar terrenos en zonas irregulares. Santa Olga lentamente crecía.

Hoy poco queda de eso.

De las cinco mil personas, apenas cuarenta familias siguen viviendo a ambos lados de la carretera. La mayoría está repartida por los pueblos aledaños. Trabajan en servicios, pero mayormente para los aserraderos y contratistas. La mayoría apenas viene de visita. Otros son adultos mayores con problemas de movilidad.

Esos cuarenta son familias que todavía no terminan de levantarse. Personas que todavía necesitan ayuda: habitan viviendas de emergencia en Nueva Esperanza y Los Aromos, y se quejan de que la burocracia les impide tener soluciones rápidas a problemas urgentes.

Por mientras, el gobierno cifró en ochenta mil millones de pesos la reconstrucción del poblado.

-Antes del incendio, el alcantarillado era solo para el lado céntrico de Santa Olga, donde apenas un tercio tenía título de propiedad. Hoy, esas familias que arrendaban, que estaban de allegados o que construían en áreas verdes, les vamos a construir casas de 1100 UF, o sea viviendas de 30 millones de pesos -dice Rodrigo Sepúlveda, el Seremi del Minvu en la región.

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Medio año después del incendio, en Santa Olga hay unas sesenta casas en construcción. Apenas sesenta de las más de mil que había antes.

-La rapidez genera desprolijidad -argumenta el Seremi.

El proyecto contempla calles pavimentadas, alcantarillado y grifos. Además, las familias serán dueñas de los títulos de las propiedades.

Quienes se quedaron, los cuarenta, no piensan igual. Edita Loyola, una abuela que está postrada en el lado sur de Santa Olga, reclama por la escasa información. No sabe qué le corresponde.

-A mi papá lo llamaron para que eligiera la casa, la primera semana de mayo, pero todavía no sabemos nada. No hay nada concreto. La prioridad está allá -reclama su hija, que los visita una vez a la semana desde Talca.

Allá es Santa Olga, acá es Nueva Esperanza. Más allá es Los Aromos.

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Fue en la década del sesenta que llegaron. Las primeras familias que fundaron Santa Olga, unas cien —según contó el concejal de Constitución, Carlos Segovia—, vinieron a trabajar en la las faenas de la forestal Celulosa Arauco.

-En Santa Olga se vivía de lo que se generaba ahí: el tema forestal y en menor medida la recolección de callampas. La perspectiva es que ahora no se transforme en un pueblo fantasma, que fue lo que en algún momento nos cuestionamos. Hay muchos que no quieren volver más. Ellos ya tienen sus subsidios, se compraron terrenos aparte -añade el Seremi Sepúlveda.

Según explica la autoridad en terreno, el nuevo diseño es alentador. Está en condiciones de garantizar agua para veinte mil personas, de igual manera que las postaciones y el alcantarillado. Además, en seis años más podría estar terminada la ruta que une Talca y Constitución con dos pistas por ambos sentidos de la calzada.

-Esto va a ser igual que la ruta Chillán-Concepción, lo que te va a crear un plus distinto, con peaje y todo eso. Va a ser un estándar distinto para la gente. Mucha gente del mundo del anillo rural se vendrán a vivir acá, ya sea por trabajo, por vivienda, por calidad de vida -dice Sepúlveda.

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Un muerto. Carlos Valenzuela, el alcalde de Constitución, que llegó hasta Santa Olga la mañana después del incendio, informó de un cuerpo calcinado bajo los escombros.

-Nunca en la historia de Chile se había visto algo de esta dimensión -dijo la Presidenta Bachelet.

Según los números de la Onemi, la noche que Santa Olga quedó reducida a cenizas se quemaron más de 396 mil hectáreas.

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-Es el segundo más destructivo de todo el siglo XXI -dijo un experto de la Unión Europea de visita en la zona.

Desde el espacio, sin necesidad de hacer zoom, la Nasa fotografió la columna de humo.

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¿Qué será de Santa Olga? Cristián Goldberg, el presidente de directorio del Desafío Levantemos Chile puso como ejemplo a Iloca después del terremoto de 2010.

-No era un balneario tan bonito, pero se limpió la playa y hoy el turismo creció diez veces -comparó.

Rodrigo Sepúlveda, el Seremi del Minvu en la región, responde esperanzado.

-Si esto resulta exitoso, probablemente Santa Olga alcance una población de ocho mil personas en los próximos diez años -dice y cuenta que, por ejemplo, la gente de Empedrado, otro pueblo ignoto y quemado del Maule, piensa cambiarse a Santa Olga para mejorar su calidad de vida.

Emelina, que atiende un puesto de completos al otro lado de la carretera, dice que se va a retirar, que cuando vuelva a recuperar lo que perdió se va a dedicar a las plantas.

-Dentro de toda esta tragedia tengo un almácigo donde voy plantando cosas -asegura.

El arbolito no es lo que es, sino lo que será: lo que debe ser dentro de un tiempo, cuando el tiempo cambie. En Santa Rosa, la vida sigue estando más allá, más adelante: en un futuro que por ahora crece en almácigos, tijerales y depósitos de mezcla y piedra. Un futuro donde los que regresen tendrán que aprender a habitar sus propias casas. De nuevo.