El año 2000, el crítico británico Marc Cousins entrevistó a Roman Polanski para el programa Scene by Scene, de la BBC, en el que analizaba escenas de películas junto a sus directores. Tres historias personales siempre saltan en las conversaciones con el cineasta: su infancia en el gueto de Varsovia, el asesinato de su esposa, Sharon Tate, y el caso de Samantha Geimer, una adolescente de 13 años a la que drogó y violó en 1978. Adelantándose a los momentos incómodos, el director se mostró a la defensiva: cuando el crítico pregunta si Macbeth (1971) -que incluye el crimen de una madre y su hijo- es una alusión a Tate, el director se irrita. Pero la bomba estalla cuando hablan de Tess (1979), su primer filme tras el caso Geimer, en el que una mujer es violada, queda embarazada y sufre el rechazo de la sociedad victoriana. "A los críticos les pareció que su película era una disculpa...", dice Cousins, pero Polanski lo interrumpe: "¡Que se jodan!".
Lo que sigue es una discusión sobre si la vida personal influye en la obra de un artista. El cineasta lo niega: buscar ese tipo de conexiones es una estupidez, dice, a punto de abandonar la entrevista. Lo cierto es que la violación, como tema, aparece en varios de sus filmes, desde Repulsión (1965) hasta La muerte y la doncella (1994), algo que los críticos no han obviado. Desde que se declaró culpable, muchos lo vieron como un depredador, pero eso no impidió que ganara el Globo de Oro por Tess y obtuviera un Oscar y la Palma de Oro por El pianista (2002).
Los tiempos, sin embargo, cambiaron: hace años es blanco de boicots, en enero renunció a presidir los Premios Cesar de Francia por presiones de grupos feministas y varias protestas hicieron peligrar la retrospectiva que le hizo la Cinemateca de París.
Destacar la obra de un agresor es una "burla a las víctimas" y revela la tolerancia social hacia la violación, alegaron quienes se opusieron a los homenajes. La pregunta por si se debe sabotear el trabajo de "hombres monstruosos", como los llama la escritora Claire Dederer en The Paris Review, divide hoy más que nunca tras las denuncias de acoso sexual contra actores, productores y cineastas que empezó en octubre con el caso de Harvey Weinstein, apuntado como victimario por más de 50 mujeres, y cuya historia desató la campaña #MeToo ("Yo también"), en la que usuarias de todo el mundo compartieron en redes sociales episodios de violencia machista.
Desde entonces, decenas de famosos empezaron a caer: los actores Kevin Spacey y Dustin Hoffman; el comediante Louis C.K, el periodista británico Charlie Rose y el director de orquesta de la Opera Metropolitana de Nueva York, James Levine -suspendido de su cargo esta semana- son los rostros nuevos de un problema viejo que no tiene que ver sólo con el género (los que acusan a Spacey son hombres), sino también con el poder. Pero algo cambió desde marzo hasta ahora, en que un actor acusado de acoso sexual como Casey Affleck todavía podía ganar un Oscar, premio que recibió por Manchester by the sea. Hoy, luego de que la Academia anunciara la expulsión de Weinstein y la creación de un código de conducta, parece difícil que un caso como el de Affleck vuelva a ocurrir.
"Estamos en medio de una revolución. (...) Las mujeres están exponiendo la verdad y los hombres están perdiendo sus trabajos. Pero la revolución ha sido selectiva", escribió esta semana en Los Angeles Times Dylan Farrow, la hija de Woody Allen, a quien acusó de abuso sexual, y quien criticó el hecho de que las estrellas de Hollywood sigan trabajando con su padre. A la luz de los hechos -Allen inició una relación con su hija adoptiva Soon-Yi Previn cuando ésta era adolescente-, cuesta ver Manhattan (1979) sin pensar en su vida privada: en ella, Isaac, su alter ego, tiene un romance con una estudiante de 17 años. De ahí que, desde que comenzó el affaire Weinstein, los medios se hayan llenado de artículos sobre si se puede -o se debe- separar al artista de su obra.
La historia está llena de genios malvados: se sabe que Caravaggio era un asesino y un pederasta; el filósofo francés Louis Althusser estranguló a su mujer hasta matarla; H.P. Lovecraft era racista y Céline, como Richard Wagner, un antisemita recalcitrante. La lista es larga: Norman Mailer apuñaló a su esposa en 1960; V. S. Naipaul confesó haber atormentado a su pareja por cuatro décadas; Hichcock acosaba a sus actrices; Ezra Pound era seguidor de Mussolini. "¿Nos sometemos a un olvido voluntario cuando escuchamos, por decir algo, Wagner? ¿O creemos que los genios tienen una exoneración especial, un permiso conductual?", se pregunta Claire Dederer.
En la revista Vanity Fair, el teórico de cine Laurent Jullier responde: "Sacralizar el arte es algo muy francés. Después de la revolución, es como si se hubiera querido crear una nueva aristocracia: la de los artistas, situados en un pedestal, sometidos a leyes distintas (...). Dos actitudes conviven en el espectador: los que consideran que la estética es autónoma y los que estiman que está conectada a la ética y la moral".
Esta semana, otro caso demostró lo complejo del asunto: el Metropolitan Museum de Nueva York rechazó sacar el cuadro Thérèse soñando (1938), de Balthus, en el que pintó a una niña de 12 años en una pose sexual. En una petición online que reunió 10 mil firmas se reclamaba que la pintura promovía la pedofilia. "Balthus ERA un pedófilo; su cuadro es inocente de ese crimen -escribió en su Instagram el curador chileno Christian Viveros Faune-. ¿Qué sigue? ¿La prohibición de Lolita otra vez? ¿Podemos parar con eso de hacer pasar la censura por apreciación de arte, con los juicios unidimensionales y la moralidad de antorchas y horcas?".
En un debate del sitio Indiewire sobre si se puede separar la obra del artista luego del escándalo de Weinstein, algunos críticos decían que el arte es humano y errar también lo es, pero ningún creador hace su obra fuera del sistema moral que rige la sociedad. Otros, apostaban por hacer la distinción y llamaban al boicot -si se sabotea a Uber, ¿por qué no puede ser un gesto político el acto de no comprar un ticket de cine?, se preguntaban varios-; pero la mayoría no sabía cómo enfrentarse al problema. Todavía parece imposible llegar a un consenso ético al respecto, pero una cosa es segura: en el mundo de hoy, los genios victimarios dejaron de ser intocables.