Brasil vivió en junio pasado una catarsis nacional. Centenares de miles de brasileños ocuparon las calles de las principales ciudades del país, las mayores protestas en una generación, cansados, según coincidieron numerosos analistas independientes, de las deficiencias crónicas de los servicios públicos, educación, sanidad, y la percepción de una clase política plagada por la corrupción y la desidia. La conversación del diario El País, que ayer acaba de lanzar su edición en portugués, con la Presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, comienza con la pregunta de en qué momento fue consciente de la gravedad de la situación y de la necesidad de reaccionar políticamente.

"Al inicio. Nos dimos cuenta de que había un aspecto importante en las manifestaciones, que era un descontento con la calidad de los servicios públicos. Nadie estaba en esas manifestaciones pidiendo una marcha atrás. Un retroceso. Lo que se pedía era que hubiese un avance", sostiene

Diría que básicamente se trataba de la clase media.

¿La que hizo las manifestaciones? Nuestra clase media no tiene los mismos patrones de renta que puede tener la estadounidense. Hablamos de la nueva clase media. Si sumas la clase media que hoy es mayoritaria en Brasil en términos porcentuales, con las clases alta y media alta, tienes un 60% del país. Nosotros nos centramos mucho en las clases más pobres. Pero también tenemos que tener una política para las clases medias en lo que se refiere a la calidad de los servicios públicos.

¿Y qué aprendió usted, como gobernante, de aquellas protestas?

Dos cosas. Primero, aprendemos que las personas, siempre, cuando tienen democracia, quieren más democracia. Cuando tienen inclusión social, quieren más inclusión social. O sea, que en política y en la acción de gobierno, cuando obtienes una meta, sólo es el principio. Salir de la miseria sólo es el principio. Es el principio de otras reivindicaciones. Segundo, que un gobierno tiene que escuchar la voz de las calles. Un gobierno no puede quedarse aislado, escuchándose a sí mismo. Convivir con manifestaciones es intrínseco a la democracia.

El 1 de septiembre pasado un canal de televisión reveló, basándose en documentos del ex analista de la NSA Edward Snowden, que Estados Unidos había espiado el teléfono celular particular de la Presidenta Rousseff.

¿Usted supo del espionaje sólo cuando se publicó?

Nosotros no lo sabíamos.

No tuvo un informe de sus servicios secretos advirtiéndole…

No, no. Creo también que en el caso de Angela Merkel debe haber pasado lo mismo, en el caso de Francia, debe haber sucedido lo mismo. ¿Qué ha ocurrido? Ha pasado en cualquier momento, sobre cualquier cosa, puede aparecer otra denuncia. ¿Y qué pedimos al gobierno de EEUU? Primero, una petición de disculpas formal, y segundo, una declaración de que no volvería a pasar. Ellos estaban, te voy a decir, bastante avergonzados, lo lamentaron mucho, no hubo ninguna actitud, diría así, que faltase al respeto de ninguna norma diplomática. Al contrario, hubo una manifestación del gobierno estadounidense diciendo que lo lamentaba, pero no estaban en condiciones de resolver el problema sólo con Brasil, ya que el problema afectaba a otros amigos.

¿Y cómo se siente usted al saber que su teléfono personal había sido espiado?

Yo, como persona, no tengo lo que los estadounidenses llaman bad feelings, pero como presidenta tengo que indignarme. Porque no se trata de una invasión de mi privacidad; se trata de una invasión de la privacidad de la Presidenta de la República. Es una cuestión de honrar a mi país, porque es una violación de derechos personales míos, pero sobre todo de la soberanía de mi país. Eso es algo que no se admite. Que no se puede admitir.