No habrá jugada en este 2014 más recordada que aquella de Mauricio Pinilla remeciendo uno de los palos del pórtico de Julio César en el minuto 119. Aquella acción, que pudo cambiar la suerte de Chile en el Mundial, es quizás el mejor reflejo de una Selección que siempre dejó la impresión de dar más de lo que a la larga recibió.

En un año marcado por el Mundial, curiosamente el mejor partido de la Roja fue ante Alemania en un amistoso disputado en Stuttgart. Allí, más allá de la derrota por la cuenta mínima, la Roja daba una señal contundendente a meses de Brasil 2014, anticipándose capacitada para disputar de igual a igual una clasificación en la cita planetaria ante España y Holanda.

Los sucesos de marzo se confirmarían en Cuiabá y Río de Janeiro, donde Chile sacaría del camino del Mundial a Australia y España, entonces vigente campeona mundial. De primera, una victoria resonante, la última frente a los europeos, que a la luz de lo que sucedería con los hispanos en el torneo, perdería algo de brillo. Algo que se acrecentaría con la caída ante Holanda y posteriormente la eliminación a manos de Brasil.

Aquel 28 de junio, en Belo Horizonte, Chile volvió a chocar con una muralla verdeamarilla, tal como en las dos participaciones mundialistas anteriores. Y aunque esta vez, el monstruo era de manos chicas y dentadura postiza, la Roja volvió a quedarse corta en relación a sus expectativas. El ya célebre palo de Pinilla terminaría dándole un tinte dramático a un partido que pareció, como nunca, al alcande de la mano.

Allí, en el Mineirao, una parte de esta Selección se quedó para siempre. Los amistosos del segundo semestre casi nunca encontraron la mejor versión de Chile, salvo ante Venezuela. Sólo sirvieron para consolidar el poder de fuego de Eduardo Vargas, por lejos el goleador de este ciclo de Sampaoli, la peligrosa Sánchez-dependencia, y la idolatría del técnico por Jorge Valdivia, a quien parece perdonarle todo. Incluso una renuncia.