El atentado a Pinochet en tres tiempos

Este miércoles se cumplen 30 años del atentado del FPMR a la comitiva de Augusto Pinochet en la cuesta Las Achupallas, en el Cajón del Maipo. Tres de sus protagonistas, dos escoltas del general y César Bunster, ex frentista y autor intelectual del ataque, recuerdan el hito y explican cómo ese combate cambió sus vidas para siempre.




Mientras revisa en silencio cuánto ha cambiado el estrecho camino de tierra, pastizal y árboles que tiene la cuesta desde donde el Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR) realizó la emboscada que casi le cuesta la vida al general Augusto Pinochet, el 7 de septiembre de 1986, César Bunster Ariztía (58), actual concejal por Puente Alto, rompe el hielo: “No he vuelto a tomar un arma desde esa época”.

La carrera política de Bunster se ha desarrollado en el Partido Comunista. Ese día de septiembre de 1986, a los 28 años, tuvo que pasar a la clandestinidad absoluta hasta enero de 2004, cuando la Corte de Apelaciones de San Miguel confirmó el sobreseimiento definitivo por la prescripción de su causa: haber colaborado de forma directa con el FPMR organizando el atentado en contra de Pinochet y sus escoltas. Hasta esa fecha, su nombre de chapa era “Enrique Miriel”, tanto para su entorno social como para la mujer a la que llama “compañera”, con quien hoy tiene dos hijos, de 23 y 26 años. “Eso fue lo más duro: contarles lo que nunca pude a ellos, que eran mis únicos familiares con los que tenía contacto. Hasta entonces, ellos siempre creyeron que mi nombre era Enrique. La sorpresa, entonces, fue grande”.

En distintas partes de Santiago, Bunster se reunió con sus amigos y les fue relatando su vida en Inglaterra, cuando su padre era embajador de Salvador Allende y donde su primera incursión en el PC fue luego del Golpe, ingresando a través de los exiliados que fueron llegando y armando un movimiento importante para enviar ayuda a Chile durante la dictadura. “Estuve en eso un buen tiempo, hasta que decidí volver y empezar a militar clandestinamente hasta llegar al Frente. Pero no lo tenía contemplado así”.

Sus amigos quedaron boquiabiertos. No les cabía en la cabeza que el hombre de lentes que tenía un cabello frondoso repleto de rulos y un particular bigote, en realidad iba a un peluquero para que le rizara el cabello y le pegara una abundante barba que era una artimaña para su mentón partido. “Si me pillaban, podían procesarme y caía preso, entonces me acostumbré a vivir escondido”, dice Bunster, quien sólo volvió a ver a su padre unas cinco veces, cuando éste visitaba Chile. Los encuentros eran con extremas medidas de seguridad, incluso estando en democracia. “Me daba miedo que me pillaran”, aclara. Esta relación se mantuvo igual con su madre, a quien vio sólo dos veces antes de que ella falleciera en España.

Hace poco retomó la comunicación con los familiares con los que se alojó los primeros años tras su retorno a Chile. “Tras el atentado, fueron donde ellos y les hicieron las cosas más terribles que se pueden imaginar. Ese es un tema que todavía no está resuelto”, cuenta Bunster.

Pese a que la cruzada más difícil era volver a tomar el contacto con familiares y retomar la confianza de su entorno social, las puertas del PC se le abrieron ampliamente tras su regreso de la clandestinidad. Por lo mismo, en 2008 disputó la alcaldía con Manuel José Ossandón (RN) y Jorge Ayala Farías (PS), sacando el tercer lugar. Cuatro años más tarde, y en el mismo distrito, fue elegido concejal, cargo al que actualmente está repostulando. “En el partido me recibieron bien y algunos como un héroe por haber participado en la emboscada a Pinochet, pero hice una carrera política normal”, dice Bunster. “No me gusta la exposición y menos que me traten como héroe. Ese 7 de septiembre de 1986 es un día de todos los que estaban en contra de Pinochet, no sólo nuestro”. Al cerrar la frase divisa la animita de cinco hombres fallecidos de la comitiva del general Pinochet. Y remata: “Lo hicimos de esa manera pensando que les cambiaríamos la vida a todos los chilenos”.

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Rodrigo García Pinochet tenía clases al día siguiente del atentado. Tanto su madre como su abuela instruyeron a la comitiva que el niño debía viajar con ellos de regreso a Santiago. El menor, hijo de Lucía Pinochet, insistía en que quería subirse a alguno de los vehículos de seguridad, porque le gustaba hacer el camino acompañado de carabineros y militares. Su abuela, Lucía Hiriart, tenía otra opinión y se la hizo saber a su marido, el general Augusto Pinochet: el niño debía ir a bordo del Mercedes Benz blindado junto a él. Esta decisión cambió los planes del cabo primero José Ramón Barrera, de 32 años, escolta número uno del comandante en jefe del Ejército, que tuvo que dejarle su puesto al niño y desplazarse hasta el auto de seguridad número uno.

Barrera venía preparándose para ese día desde 1973: ingresó a hacer el servicio militar justo unos meses antes del Golpe. “A acostarse temprano, que mañana botamos a Allende”, le dijo su superior la noche del 10 de septiembre. Su labor asegurando autopistas y torres de alta tensión no fue relevante esos días, pero sería el comienzo de una carrera ascendente como suboficial del Ejército. Luego de tomar los cursos de paracaidismo y comando, Barrera fue escogido dentro de las unidades de Fuerzas Especiales para reforzar la seguridad de la familia Pinochet. Entre 1979 y 1981 trabajó con sus hijos Augusto, Lucía, Marco Antonio, Jacqueline y Verónica, luego se desempeñó como escolta de Lucía Hiriart y finalmente llegó al círculo de seguridad del comandante en jefe del Ejército en 1983, justo cuando, según dice, “el ambiente comenzaba a ponerse espeso” por la irrupción del Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR).

Su labor como escolta de Pinochet e integrante de la Compañía de Comandos N° 12 lo obligaba a pasar muchos fines de semana en las residencias de Presidente Errázuriz,  Bucalemu y El Melocotón. Ahí los soldados tenían sus propias dependencias y podían realizar sus actividades, como ver películas, jugar fútbol o algún juego de mesa, hasta que algún integrante de la familia salía de la casa. “Se mueve el jefe”, solía avisar una voz a través de un parlante. Entonces, Barrera debía seguir los pasos de Pinochet en sus paseos, pero siempre a una distancia prudente, para no hostigarlo. A veces, el general lo invitaba a acercarse y le hacía un par de preguntas sobre su familia. En otras ocasiones, le tocaba acompañar a Lucía Hiriart, sus hijos y nietos en cabalgatas por el campo. “A diferencia de lo que dice la gente, mi general (Pinochet) era una persona excelente, un gallo acampado”, asegura Barrera.

El 7 de septiembre de 1986, la caravana presidencial salió alrededor de las seis de la tarde de la casa de El Melocotón. Estaba compuesta por dos motociclistas de Carabineros y cinco autos, que en total trasladaban a 21 personas. Dos vehículos más de la CNI seguían la columna a la distancia. En el primer auto, un Opala, viajaban cuatro carabineros. Barrera iba en el tercer auto, justo al medio de la comitiva, en el Ford LTD que seguía al blindado del general Pinochet. Junto a Barrera viajaban el jefe de seguridad, coronel Juan MacLean, el cabo segundo Cardenio Hernández (chofer) y el cabo primero Gerardo Rebolledo, pareja de trabajo de Barrera y uno de sus buenos amigos dentro del Ejército. Todos vestían de civil.

Atrás de ellos se movía el “blindado de alternativa”, donde viajaba el médico Domingo Videla y los sargentos Waldo Castillo y Francisco Carpio. Este Mercedes Benz era resguardado, a su vez, por el último vehículo de la columna, otro Ford LTD, donde viajaban cuatro comandos más en uniforme de combate. Les llamaban los “manchados”. Uno de ellos era el cabo segundo Roberto Pinilla, de 23 años en 1986. Junto a él viajaban los cabos primero Juan Fernández (chofer) y Miguel Guerrero, y otro cabo segundo, Roberto Rosales. Pinilla recuerda que un factor clave para lo que sucedería ese día fue la compra de un nuevo blindado: “En el nuevo siempre iba el jefe y el segundo Mercedes era más viejo y se notaba la diferencia. Con el cambio de auto, los dos blindados quedaron casi idénticos. Los frentistas quedaron pagando, porque no sabían en cuál de los dos iba”.

La comitiva atravesó un puente mecano que era protegido por integrantes del Regimiento de Ingenieros N° 2 de Puente Alto. El edecán de Pinochet, el comandante de la Armada Pedro Arrieta, avisó por la radio que uno de los soldados estaba parado en una actitud demasiado hostil y ordenó que uno de los autos de la CNI fuera a corregirlo.

-Si es un soldado, no un boy scout -protestó Barrera.

-Cuidado, Barrera -lo reprendió MacLean, por cuestionar la orden de un superior.

En el sector de Las Achupallas, la columna de vehículos divisó una camioneta con una casa rodante a un costado del camino. Una vez que los dos motoristas de Carabineros pasaron, la camioneta comenzó a moverse hacia la calzada, bloqueando el camino. Barrera asegura que supo instantáneamente que se trataba de una emboscada y que no esperó ninguna orden para asomar su UZI por la ventana trasera derecha del Ford LTD. Sin pensar en la posibilidad de que se tratara de un accidente, comenzó a disparar.

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El día del enfrentamiento estaba inicialmente preparado para el fin de semana anterior. “Tuvimos que correrlo, porque murió Alessandri y el dictador bajó antes a Santiago”, recuerda Bunster. Esa semana, les dio tiempo para calcular las distancias que debían tomar para que las armas explotaran en el Mercedes Benz en el que iba el general, así como la estrategia que se utilizaría para que no los viera la comitiva. Bunster, entonces, estaba encargado de la logística junto a Cecilia Magni, conocida entre sus compañeros como “comandante Tamara”. Durante los dos meses de preparación, Bunster arrendó la hostería en la que se alojaron los fusileros y los autos que utilizaron para encañonar a Pinochet. “También participé de los entrenamientos físicos que se hacían en el Parque O’Higgins y de los entrenamientos con armas que se realizaban en algunos subterráneos de casas que arrendaba el FPMR”, recuerda.

Los lanzacohetes que portaban eran norteamericanos y  desechables. Funcionaban con un sistema eléctrico que permitía una acción rápida, en la que se abrían, se apretaba y con la distancia tomaban fuerza para generar explosiones de alto calibre. Por lo mismo, sólo podrían saber si funcionaban o no al momento del enfrentamiento. Y ese fue el mayor temor de los combatientes: que la operación fracasara. “Estuvo muy bien planificada. Nunca se nos pasó por la cabeza que gran parte de las armas no funcionarían”, dice Bunster.

Tras el combate, y el arranque que realizó el chofer de Pinochet en reversa, se percataron que, al menos, no había muerto ninguno de ellos. No así los hombres que acompañaban a Pinochet. “Nuestro objetivo no eran personas de la comitiva, sino que golpear a Pinochet. Lamento que hayan muerto escoltas ese día. Pero, lamentablemente, ellos optaron por ir a una guerra contra el pueblo. Y el pueblo decidió defenderse en un momento determinado. Por lo mismo, no lo veo como un asesinato. Los que asesinaron fueron ellos, lo nuestro fue una defensa”, asegura Bunster.

El objetivo, evidentemente, no se había cumplido y la “sensación era bien amarga, porque pensábamos que el golpear la dictadura a la cabeza misma era necesario para terminar con ella y para recuperar la democracia”. Después de eso, el FPMR se dividió y no volvieron a juntarse como grupo, ya que estaban siendo buscados por los grupos de inteligencia de la época. La clandestinidad o huida del país se hizo obligatoria para la mayoría. Otros, como Cecilia Magni, formaron un grupo al margen del Partido Comunista -el financista del FPMR- llamado Frente Autónomo. En octubre de 1988, Magni fue abatida por carabineros en el sector de Los Queñes.

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El violento frenaje de los cinco autos coincidió con el inicio del fuego cruzado. Los testigos cuentan que el primer impulso de Pinochet fue bajarse del auto para hacer frente al enemigo, pero que su chofer y edecán se lo impidieron. La orden de retroceder salió desesperadamente de las radios. “Se armó un acordeón con el frenado de los vehículos. Mi capitán (MacLean) empezó a gritar atrás, atrás, atrás”, recuerda Barrera, que disparaba en dirección a la plataforma del cerro desde donde salían los fogonazos. Su auto llegó hasta una curva y fue interceptado por un cohete LAW que se incrustó en la maleta y explotó, matando al cabo Rebolledo instantáneamente. Barrera recuerda el calor del auto en llamas y que escapó hacia el borde del precipicio. Su compañero Cardenio Hernández fue acribillado al intentar la misma maniobra. “Salí del auto con mucho dolor de cabeza, tenía la mano llena de sangre. Tenía dos cargadores. Crucé bajo fuego y sentí los balazos en el pavimento. Estaba muy mareado, pero escuchaba a mis compañeros luchando”, añade.

Unos metros más atrás, el cabo Pinilla daba su propia batalla. Se recuerda a sí mismo parado, espalda contra el cerro, mientras caían balas desde arriba que rebotaban en el piso y otras que recibía desde la camioneta, que daban en la parte de arriba del murallón donde se cubría. Desde ahí veía la precaria condición de los carabineros del primer auto de la columna: el teniente Yordan Tavra, el sargento Luis Córdova -quien quedaría parapléjico tras el ataque-, el cabo primero Miguel del Río y el cabo segundo Pablo Silva, quien falleció en el lugar. Luego vio de cerca la muerte de uno de sus propios compañeros, el cabo Rosales. “No sabía que bajó herido, pero hay un hilo de sangre en la ventana que lo demuestra. Se parapetó al costado del portamaletas. Le llegó un LAW que explotó, levantó el portamaletas y causó que le explotaran las granadas que llevaba encima. Perdió un brazo, una pierna y salió expulsado hacia el barranco”, dice Pinilla.

Tanto Barrera como Pinilla vieron cómo sus compañeros iban cayendo uno a uno. En un momento creyeron que correrían la misma suerte. Ambos esperaron, cada uno a un extremo del camino, que llegara el final. Pero había un hecho importante que los tranquilizaba. Habían visto cómo el chofer Oscar Carvajal le daba la vuelta al Mercedes Benz que transportaba a Pinochet y lograba escapar de regreso a El Melocotón, seguido del blindado de alternativa. El atentado había fracasado. “Las emboscadas tienen una zona de muerte, que es el área donde el enemigo va a recibir todos los golpes”, sostiene Pinilla, desafiante. “Una vez que se sorprende se pasa a la segunda etapa, que es el asalto, pero ellos nunca lo hicieron, siempre dispararon de lejos. Se cagaron”. Barrera agrega que sus oponentes “eligieron bien el lugar, eligieron bien la hora y tenían las armas. No sé si les habrá faltado decisión, lo desconozco. Nos podrían haber matado a todos”.

Pinilla fue el único escolta que terminó totalmente ileso. Al mirar la hora en su reloj, unas horas más tarde, se dio cuenta de que se había detenido a las 18.40, la hora exacta del ataque. Barrera no tuvo la misma suerte, pero quedó con heridas de mediana gravedad, producto de las esquirlas. El médico que le quitó el chaleco antibalas en el Hospital Sótero del Río le hizo ver que había sido afortunado. “Usted tiene más vidas que un gato”, habrían sido sus palabras al ver las esquirlas incrustadas en el chaleco. Recién después de eso Barrera pudo comunicarse con su familia, que llevaba horas pensando que había muerto.

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Semanas después del atentado, el único contacto que César Bunster logró tener con  el grupo armado fue la visita de uno de sus compañeros. “Era un chico flaco, bueno para la pelota y bien humilde. No recuerdo su nombre, pero sí que me dijo “oye, te están buscando por todos lados”. Yo me reí y le contesté: ¿Viste el diario de hoy? Apareciste tú en todos lados y te hicieron un perfil en donde hablan tus vecinos”, recuerda. El compañero, entonces, quedó preocupado y, según Bunster, le dijo cabizbajo: “¿Qué van a pensar mis vecinos de mí? Si yo no hice nada malo”. Esa respuesta marcó la visión que tenía Bunster sobre el grupo: “Nosotros queríamos estudiar después de ajusticiar a Pinochet. Otros querían volver a sus casas, reencontrarse con sus familias y vivir en democracia. No éramos terroristas. Lo que él me dijo ese día me lo confirmó: lo que hicimos esa vez no lo volvería hacer en tiempos de democracia”, dice Bunster.

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Barrera saca una cajetilla de cigarros de su bolsillo. Mientras se lleva uno a la boca recuerda que en este mismo lugar, hace casi 30 años, lo único que quería era fumar. Hoy tiene 62, está retirado y trabaja en una empresa de seguridad. Dice que cada vez que fuma se acuerda de sus compañeros muertos en el atentado: Pablo Silva, Cardenio Hernández, Gerardo Rebolledo, Miguel Guerrero y Roberto Rosales. Sus nombres están inscritos en un discreto monumento situado al borde del camino. Aquellos que murieron como cabos fueron ascendidos para que sus familiares cobraran una mejor pensión. Los sobrevivientes, en cambio, se transformaron en la envidia de las Fuerzas Armadas y ganaron la medalla al valor. “Para mí fue un orgullo, una suerte haber participado de ese combate, haber podido sacar a mi general Pinochet”, asegura.

Eso sí, nadie fue ascendido.    

Por algún tiempo, Barrera vivió perseguido tras el atentado. Instaló trampas de seguridad afuera de su casa, pensando que el FPMR iría detrás de su familia, hasta que se trasladó a una villa militar y pudo sentirse más tranquilo. Se mantuvo por un par de años más en la escolta y luego fue derivado a otras unidades. Hasta donde recuerda, Pinochet incrementó su seguridad después del atentado, sumando más comandos y un helicóptero a su columna, pero no se volvió más temeroso. En 2006, se encontró con Rodrigo García Pinochet en el funeral de su abuelo. Recuerda que éste le agradeció que por el trabajo de ese día el general pudiera vivir 20 años más.

Pinilla se mantuvo en la escolta presidencial hasta 1989. Hoy es abogado de temas laborales, penales y de familia. Además, hace clases de Derecho Penal en Carabineros. No le gusta hablar del atentado ni de aquella época, de la que se siente ya muy lejos. De hecho, es primera vez que lo hace, “porque me pillaste volando bajo”. De lo que pasó esa tarde de septiembre no conversa ni con su señora ni con sus tres hijos. Su único gesto es ir cada aniversario a la misa que se hace en honor de los caídos. Se sienta atrás y se va en silencio. La muerte de su amigo Rosales le penó por años, hasta que un tratamiento psicológico le permitió entender que no había sido su culpa.

“Yo elegí estar ahí por vocación, por un tema de convicción militar -dice tomando un cortado en un café del centro-. Nadie nos debe nada, a mí me pagaban por eso y uno de los riesgos era sufrir este tipo de ataques. Los héroes son los que murieron. Cuando tú te metes en algo, asumes el riesgo. Yo no lloré porque me agarraron a balazos y siento que del otro lado se ponen como víctimas cuando salían a disparar a matar”.

Barrera acepta que el Ejército cometió violaciones a los DD.HH., pero las menciona como “excesos” o “abusos”. Pinilla dice que los militares no están entrenados para la calle, como los policías, y que eso trajo problemas con la población. Ninguno de los dos ha sido procesado por delitos de DD.HH., debido a que ambos se dedicaron prácticamente toda su carrera a la defensa. Barrera agradece no haberse involucrado en la Central Nacional de Inteligencia (CNI). El historial de combate de ambos se reduce al 7 de septiembre, una victoria, al menos para el modo de ver de Barrera.

Barrera comenta que durante la reconstitución de escena conversó con uno de sus oponentes de esa tarde. Según cuenta, tuvo un breve diálogo con Juan Moreno Avila, alias “Sacha”, uno de los líderes del atentado. “El expresaba su odio hacia el general, sin saber quién era yo. Estaba encadenado. Llegó un momento en que le dije que yo había sido uno de los que pelearon por mi general Pinochet. Nos miramos nomás. Nada más”.

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