El audaz bar de Moria
La crítica lo ha tratado mal, pero el restobar de Moria Casán en Buenos Aires se las arregla para seguir en pie. Si alguien pensó alguna vez que mezclar una cena con un show de desnudos era buena idea, debe venir hasta acá para comprobar que no. Hicimos el ejercicio.
Y cuando tenga la cuchara del postre cerca de la boca y vea a la derecha, a pocos centímetros de mi cara, las nalgas depiladas del morocho, voy a sentir incomodidad, un poco de asco, algo de repulsión. Y cuando el morocho se dé vuelta y exhiba frente a mí su enhiesta anatomía, voy a pensar a quién se le habrá ocurrido que esto de combinar un show de desnudos y una cena era buena idea. Pero no todavía. Porque recién acabamos de bajar de un taxi y caminamos los 30 metros que nos separan del restaurante: Armenia 1231, pleno Palermo Hollywood. Desde afuera no parece un restaurante y, quizás, así sea mejor.
Hay vidrios espejados, hay una puerta tapizada de cuerina blanca y un cartel de neón con la palabra "open". Más arriba, una foto de Ana María Casanova, la vedette-diva-empresaria conocida como Moria Casán; el nombre del lugar: "Moria restó y +". Y seis estrellas, doradas, que entenderé luego no son una metáfora de calidad, servicio y limpieza, sino tan sólo un adorno aislado.
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Desde su debut en un teatro a los 19 años, cuando todavía estudiaba en la Facultad de Derecho, Moria Casán suele ser noticia. Cada suceso, cada detalle de su vida es, fue y será ventilado en páginas y páginas de papel de gramaje variado. Leyendo diarios y revistas, nos enteramos que en octubre de 2008 fue abuela. Que tuvo problemas por celos con todos sus ex. Que estudió Leyes tres años. Que nombró a un perro Cristóbal, por Colón, y a otro Evo, en honor al Presidente de Bolivia. Que le hubiera encantado entrevistar a Pinochet, a quien definió como "un personajón". Que cuando va a Las Vegas, ella -que mide 175 centímetros- no juega a las maquinitas ni a la ruleta, sólo ve shows. Que en agosto cumplió 66. Que no usa ropa interior. Que en las elecciones de 2005, el día en que se presentó como candidata a diputada nacional por el Movimiento Federal de Centro y sacó el 1,9 % de los votos, obtuvo "un orgasmo electoral". Así, no podía ser de otra forma, cuando en septiembre de 2007 inauguró su restaurante, hubo en los diarios fotos donde Moria seguía provocando.
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Dijo un internauta, el 29 de enero de 2010, en una popular guía online de restaurantes de Buenos Aires: "No entiendo cómo puede figurar este lamentable restaurante en una guía. Es patético". Los comentarios de otros usuarios no estimulan. La puntuación tampoco. La comida y el ambiente del "Restó Moria y +" están calificados con seis puntos sobre 30. El servicio: tres sobre 30. La carta de vinos: mala.
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Después del timbre, un hombre nos abre. Nos pregunta si tenemos reserva y ante la respuesta afirmativa, nos pide que subamos por una escalera. La planta baja es un lugar de pisos blancos, asientos y mesas blancas, muy iluminado. Por la escalera, recubierta con espejos, llegamos a un lugar oscuro: velas y pequeñas luces rojas. Sillas y mesas recubiertas de cuerina roja. La música retumba.
No hay ventanas y el aire acondicionado debe estar bastante bajo, porque hace calor. Hay cuatro copas -dos sucias-; una panera con tierra y un plato mal lavado. Detrás de mí, una pileta semiesférica con agua turbia. Detrás de Malena, mi novia, una pareja recibe las cartas y oye lo que el mozo les dice. Aunque luego, ella y él se levantan y se van.
El mozo vestido de negro ahora se acerca, se presenta y nos explica cómo es el servicio de la casa.
-Tienen que consumir $ 175 por persona (US$ 41).
-¿Y si no llegamos a esa plata?
-La pagan igual.
Nos entrega la carta recubierta de cuerina roja.
A mi izquierda, en una mesa larga, 14 chicas vestidas como para una despedida de soltera. Detrás de Malena, una pareja: los dos con pelo largo, teñido del mismo color. El parece Claudio Caniggia. Hay también un matrimonio de cincuentones, otra despedida de soltera, tres señoras solas, un flaco de negro con una rubia de pantalón de cuero que toma champaña; otro, remera blanca ajustada, con una morocha de cejas diminutas y algunas parejas más.
Yo voy a querer una brótola del infierno, acompañada con arroz. Malena pide un lomo a la pimienta. Nos cuesta decidir qué tomar: en la carta hay ocho champañas (una de US$ 550), pero ningún vino. El mozo nos recomienda uno.
Al rato, vuelve el mozo. Dice:
- No sé si les explicaron que esto no es un restaurante normal, que comen y se van. Acá se toman un trago, cenan tranquilos, se piden un postre. Tienen que quedarse hasta la una y media o dos, cuando termina el show.
El reloj marca las 10 y cuarto.
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La veta empresarial la tuvo desde chica. Nunca le gustó depender de nadie. Quería tener su propia plata, y a los 12 años, según contó en una entrevista, arregló el garaje de su casa y puso una escuela de danza.
Un día de 1994 se preguntó por qué en la Argentina no podía tomar sol en topless y decidió instalar una playa, la Franka, en Mar del Plata, donde las mujeres podrían pasearse sin corpiño.
Más tarde vino un boliche, el primero en el país destinado a un público homosexual: Gaysoline. Y si bien durante el lanzamiento aclaró que no creía "tener condiciones literarias", también sacó un libro: "Cómo conseguir pareja después de los 30".
"Creo que, como figura del espectáculo, soy pionera en mostrar una faceta empresarial y, sobre todo, en lanzar propuestas desestructuradas", comentó alguna vez, y presentó también un perfume y una crema para la celulitis. Tuvo su propia champaña, una academia en la que daba cátedra de stripdance y un local de ropa (Moria Own) en el que vendía accesorios y modelos que había usado a lo largo de su carrera como actriz y vedette.
Y en septiembre de 2008, mientras acomodaba sillas de su "Restó Moria y +", se le ocurrió hacer una comedia cuya escenografía emulara su restaurante. Así nació ¿What pass Carlos Paz?, estrenada en un teatro de Córdoba, con un sector blanco para cielo y otro rojo para el infierno, con pileta semiesférica. El público, furioso por la calidad artística de la pieza, pidió que se le devolviera el dinero".
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La música, el tema de la serie División Miami, quizás un poco eufórica para una cena, suena demasiado alta. Molesta. Retumba sobre mi brótola, un solo filete en un mar de salsas, que no tiene arroz, sino papas.
Y las luces bajan, la música sube, y aparece una chica -pelo negro, un tatuaje de Marilyn en la pierna derecha- que hace un rato bailó en el caño con un casco de obrero y que ahora tiene zapatos con tacos y un camisón transparente. Abajo, nada.
Camina entre las mesas y agarra de la mano a un flaco, increíblemente parecido a Vladimir Putin, que está sentado con dos mujeres bastante feas. Le desabrocha la camisa y se la saca. Intenta seguir con el pantalón, pero él se niega. Ella le saca el cinturón, lo pone de cara a la pared y le pega dos veces, no tan fuerte, no demasiado suave, en la espalda, y él grita. Le quedan cuatro marcas rojas sobre la piel pálida. Luego, lo lleva hasta la pileta.
Allá le desabrocha el pantalón, se lo baja y Putin se agarra el bóxer a rayas para que ella no pueda sacárselo. La chica le ajusta el cinturón alrededor del cuello, como un collar, y lo arrastra, desnudo de la cintura para arriba, los jeans por las rodillas: como puede, Putin camina por entre las mesas.
Mientras caminan entre las mesas, la chica le dice que le va a tirar vela. Putin dice que no. Ella sonríe, le acerca el portavelas y él, rápido, sopla y lo apaga. Ella no se detiene: le tira la cera cerca de la tetilla izquierda y Putin grita, y todos se ríen, menos él. Con los pantalones por las rodillas se va a sentar, pálido, con cara de angustia. Ella se mete en la pileta y lo llama, pero él no quiere. Por hoy, parece haber sido suficiente. La canción termina. Ella se va. Aplaudimos.
La música sube y las luces rojas bajan. Y la morocha, con dos pechos enormes y siliconados, empieza a sacarse la ropa detrás de mí: la camisa, el corpiño. Siento que se me apoya en la nuca y siento que no hay nadie en este lugar que no esté mirándome, mirando a mi novia. Me quedo quieto, incómodo, siento cómo la morocha me despeina y pienso que, definitivamente, este cabaret no es un lugar para venir en pareja. Después, veo a la morocha caminar delante de mí, veo su tanga negra y veo cómo le pide al que se parece a Caniggia que tire del hilo de la tanga, y él tira y ella se queda desnuda y justo termina el tema. La morocha se va, los mozos aparecen.
Luego, bailarán un tipo disfrazado de monstruo con dedos gigantes, una odalisca y una secretaria. Habrá expresiones extasiadas de las chicas de la despedida de soltera, una señora de más de 70 años acariciando a un stripper, caras de molestia, risas, gritos, y la incomodidad in crescendo que hará que, contrariando el consejo del mozo, cerca de la una y media de la mañana, y antes de que termine el show, una vez que el morocho de enhiesta anatomía nos interrumpa el postre, decidamos irnos y, al salir a la calle, sintamos un alivio, la placidez del silencio: una sensación difícil de definir, aunque bastante parecida a la tranquilidad.
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