Cuatro religiosos con "problemas" viven en una residencia provista por la Iglesia Católica en la localidad costera de La Boca, VI Región. Es "una casa de retiro para curitas que no pueden seguir ejerciendo", dice la "Madre Mónica" (Antonia Zegers), que se define a sí misma como "carcelera" en este espacio más bien silencioso, donde residen los padres Vidal (Alfredo Castro), Silva (Jaime Vadell), Ortega (Alejandro Goic) y Ramírez (Alejandro Sieveking).
Los residentes tienen rutinas propias de un claustro: oración por la mañana, misa al mediodía, confesión, canto grupal. En principio, no pueden bajar al pueblo sino entre 6.30 y 8.30 AM y entre 7 y 9 PM. Y si lo hacen, deben salir sin compañía. Pero nada es tan estricto: tienen un galgo y lo hacen participar en carreras. También fuman y beben, no necesariamente con moderación.
Las cosas, sin embargo, se alteran con la llegada de un quinto sacerdote que, por así decirlo, no viene solo. Su oscuro pasado saldará cuentas con él a través de un hombre de aspecto descuidado y poca educación que le enrostrará sórdidas historias entre ambos. De ahí no saldrá indemne el recién llegado. Tampoco los demás ocupantes de la casa. Ni los espectadores.
Sacerdotes no faltan en el cine chileno. En El Chacal de Nahueltoro y Ya no basta con rezar los hay abuenados con el poder y solidarios con los condenados de la tierra. En la no ficción de los 80 florece la dimensión anti-dictadura (En nombre de Dios). Y hasta hay una arista irónicamente "buena onda" en los 90 (Bienvenida Cassandra). Pero nada había asomado que se aproxime a la miseria moral, la mundanidad disociada y la ausencia de todo comodín valórico que ofrece El club.
El descolocador quinto largometraje de Pablo Larraín (Tony Manero) se estrena mundialmente mañana, como parte de la competencia oficial del 65° Festival de Berlín. A la cartelera chilena llegará el 28 de mayo.
NO SE OYE, PADRE
Los curas de El club no son acosados por la duda, el mal o el silencio de Dios, a la manera de clásicos como Luz de invierno o de Diario de un cura rural. Tampoco están muy emparentados con los trapos eclesiásticos sucios vistos en The Magdelene sisters o La duda.
Tras el episodio ya enunciado, un interventor llega hasta la casa. Es el padre García (Marcelo Alonso), un jesuita que cree "en una Iglesia nueva" y que ha estado indagando en distintas residencias que acogen a curas que, de no ser curas, habrían enfrentado a los tribunales.
El rol de García es resistido por los ocupantes e incluye saber qué pasó realmente. Pero también hacer un informe de los casos particulares: hay entre los residentes un ex abusador de menores que niega los cargos al tiempo que exalta el amor homosexual; otro que se deshizo de información sensible sobre atropellos a los DDHH (y que no se arrepiente); un tercero que siente que hizo bien en dar guaguas por muertas y entregarlas a otras familias; y un cuarto, muy mayor, que apenas tiene recuerdos de algo. También conocerá a Sandokan (Roberto Farías), tipo alcoholizado y farmacodependiente que amenaza el delicado equilibrio de la residencia. García tendrá que negociar con la realidad para "no hacer daño a la Iglesia que amo", aun al precio de abrir paso a la continuidad de la perversión.
Larraín dice que el guión, escrito junto a Guillermo Calderón y Daniel Villalobos, se alimentó de una investigación "inusual", que incluyó entrevistas con ex miembros del clero, quienes dieron pistas acerca del funcionamiento de los hogares para sacerdotes que, no siempre pero en muchos casos, han cometido delitos de alguna especie. Ha dicho también que la película se basa en cosas que han pasado y que nunca van a pasar. Rodada en poco más de dos semanas, se filmó en digital, con lentes anamórficos rusos de los años 60, los mismos que usaba Andrei Tarkovski. De esta opción deriva un look brumoso, a veces ligeramente borroso o literalmente crepuscular. Acompaña esta visualidad un suspenso que avanza con la intriga y un sentido del humor que por momentos hace del filme una comedia negra encarnada en los diálogos delirantes de los personajes de Castro y Farías, oficiando este último de voz de la conciencia.
El misterio, el perdón y la expiación son pasados por el tamiz de la disociación, del chiste inopinado, de la alegoría bíblica y de un poco convencional "camino de santidad". Se leerá la película, llegado el minuto, como un ataque a una institución que es más que sus "pastores extraviados". Pasará, también, que se la entienda como una puesta en relieve de la protección inaceptable de crímenes horribles.
Desde una secularidad escéptica, El club despoja al sacerdocio de todo pedestal. Perpleja como parece estar ante la tragedia y la comedia, no termina de formular un juicio. Para eso están los espectadores, los críticos y el resto.