Han pasado 10 minutos en la sala que enfrenta a una amplia cocina americana y un comedor con vista a un florido patio trasero y, más atrás, a una cadena montañosa por cuya ladera hace casi 30 años los marines británicos ingresaron, un 14 de junio, hasta el poblado de Port Stanley y lograron la rendición de las tropas argentinas. Han pasado 10 minutos, cuando la conversación entre la doctora Bernardette Parver -que hace 21 años llegó desde Inglaterra con su marido también doctor- y Celia Short -una chilena que se estableció acá hace más de 30- deriva en qué tipo de hortalizas y verduras se les dan en sus huertas o cuántos polytunnel -viveros- tiene cada una. Con un tono avergonzado, la doctora Parver interrumpe el diálogo:
-Disculpa, después de un rato los falklanders siempre conversamos sobre nuestros polytunnel. El segundo tema son las gallinas.
Las hortalizas y los huevos son un tema en estas islas que los residentes llaman las Falklands y los sudamericanos, Malvinas. Y es tema, porque hace 10 años, los viveros caseros habían desaparecido; pero hace tres, rebrotaron. Hoy, casi no hay residencia en Port Stanley, cuya población alcanza a unas 3.000 personas, que no tenga uno. La razón: hace tres años, Argentina retomó la presión sobre su reclamo de las islas y comenzó a aplicar medidas que complicaron el abastecimiento. Una de ésas, por ejemplo, terminó con los viajes del barco que desde Punta Arenas los abastecía de perecibles y otros insumos. En la Cámara de Comercio de Port Stanley dirán al día siguiente que antes importaban unos US$ 12 millones desde Chile. Hoy, reducidos al espacio disponible en carga en el vuelo semanal de Lan, la cifra no pasa los US$ 2 millones. Eso explica que en los dos supermercados de la ciudad, las manzanas chilenas se vendan por unidad a casi $ 380 y las ciruelas, a $ 700 cada una. Y ello explica, también, que en los anaqueles haya todo tipo de productos de Gran Bretaña y Europa -incluida ropa de alta tecnología-, pero que cuando alguien le pregunta a la cajera cuándo llegarán los huevos, ella le responda que no se sabe.
Los huevos y las hortalizas son la expresión cotidiana del otro tema que surge espontáneo en las conversaciones: la situación con Argentina. Desde que el gobierno de Cristina Fernández decidió fortalecer su reclamo de soberanía en foros internacionales y en las conversaciones con Brasil, Uruguay y Chile, los movimientos de cada lado son vistos con suspicacia por el otro. El último ejemplo de esta semana se dio cuando Argentina emitió un comunicado, reclamando por la visita que el príncipe William, segundo heredero al trono británico, empezó este jueves a las Falklands por seis semanas, como parte de su entrenamiento como piloto de helicóptero de la división de Salvataje y Rescate. El día anterior acusó a Gran Bretaña de "militarizar" el conflicto por reemplazar una fragata por un destructor. A semanas de que se cumplan 30 años de la guerra entre Argentina y Gran Bretaña, la beligerancia aumenta. Así ha sido desde que hace tres años se descubrió petróleo aquí, como explicará más tarde Stephen Luxton, jefe de minerales de las Falklands.
Las discrepancias entre Argentina y Gran Bretaña sobre estas islas del Atlántico Sur, que son dos islas grandes rodeadas de otras 700, se hallan hasta en el nombre. "Malvinas" proviene de un cartógrafo francés del siglo XVII; "Falklands" se lo puso un capitán inglés. Por su ubicación fueron paso obligado de las naves francesas, españolas, inglesas, portuguesas y holandesas desde fines del siglo XVI. Argentina reclama que en 1833 su población fue expulsada por Gran Bretaña. Allá responden que desalojaron un fuerte. Hoy vive aquí menos de una docena de argentinos; antes de la guerra era una treintena.
Más allá de los tratados que ambas naciones invocan, el asunto del nombre tiene fondo. Si el eslogan en Argentina es "Las Malvinas son argentinas"; para los isleños las Malvinas, simplemente, no existen. En una cena en el Waterfront Hotel, donde el anfitrión es el chileno Alex Olmedo -que llegó hace 21 años y ya tiene pasaporte británico-, uno de los invitados explica así el punto: "Las conversaciones entre Gran Bretaña y Argentina no se encuentran, pues Argentina habla de un mito histórico queconstruyó, que son las Malvinas; nosotros hablamos de las Falklands, que existen con su gente. Hay una identidad construida de los falklanders y Argentina hace como si no existiéramos". A días de aterrizar en el lugar, uno ya entiende el punto.
Al arribar al aeropuerto ubicado en la base militar de Mount Pleasant, la lengua que se escucha es el inglés y la gente que uno ve es, mayoritariamente, de apariencia anglosajona. Y al segundo día en Port Stanley, uno oye de boca del chofer turístico que maneja su 4x4 hasta una colonia de pingüinos rey en Volunteer Point, que una vez en el avión de Lan le preguntaron si iba a Punta Arenas o a las Malvinas y él les respondió que a ninguno de los dos: "Yo voy a mi país que se llama Falklands", dijo Nobby Clarke, quien asegura que con seis generaciones en las islas ya ni parientes le quedan en Gran Bretaña y que él es falklander, no británico y "de ninguna manera argentino". Y bastan unas horas para ver que aquí la calidad de vida supera a la de cualquier ciudad sudamericana y que sólo dos banderas flamean en las casas: la tricolor de la Union Jack (Reino Unido) y la azul de las Falklands.
EL ESTADO DE BIENESTAR
"Aquí no hay pobres, hay personas que son menos ricas que otras, pero nadie vive en las calles, nadie pasa hambre", explica un pausado doctor Parver, en un salón del pequeño edificio del gobierno local. El es uno de los ocho miembros de la Asamblea Legislativa de las Islas Falklands (MLA). Ellos son elegidos por votación y puede sufragar todo aquel que tenga el estatus de Falkland Islands, algo que se obtiene por nacimiento o por trabajar siete años allí. Si bien parece una comunidad cerrada, un extranjero se puede instalar con un permiso de trabajo de seis meses, renovarlo sucesivamente y a los tres años, postular a la residencia permanente. Con esa credencial, explica Mike Summers, otro MLA y cuya familia lleva seis generaciones en la isla, se puede acceder a los beneficios sociales. Jan Cheek, sentada en la cabecera esta mañana, tiene, entre ellos, el récord en esta suerte de aristocracia local que son las generaciones: su familia lleva nueve. Sus antepasados llegaron hace unos 180 años.
Ellos explicarán ese concepto que para los chilenos es lejano e incomprensible: la autodeterminación. "Nosotros gobernamos las islas, hacemos nuestras reglas, definimos el uso del dinero de los impuestos, manejamos el pre- supuesto". Los ocho diputados o cancilleres, como les llaman, reúnen las funciones ejecutivas y legislativas y la comunidad participa de las asambleas. "Las Falklands se autogobiernan en todas sus materias, excepto por los temas de RR. EE. y Defensa", dice Cheek. Eso último lo provee Gran Bretaña y en las islas se expresa en la figura del gobernador -Nigel Haywood-, quien ocupa una residencia oficial en cuyos salones cuelgan los retratos de la realeza. La defensa la da Mount Pleasant, la base militar que alberga más de mil uniformados. Pero ese lugar, adonde llegó el príncipe William el viernes 2 y es un mundo distinto a Stanley, lo visitaremos el penúltimo día del viaje.
Aunque suena paradójico, la guerra benefició a los isleños. Con ella se estableció la zona de exclusión marítima y eso les permitió emitir permisos de pesca. Sumado a la industria turística, ello provocó que el PIB saltara de US$ 5,5 millones, a US$ 160 millones. El dinero de esas franquicias y el de los impuestos (26% máximo) se queda en las Falklands. El presupuesto del gobierno es de US$ 72 millones.
Aquí, ese dinero se nota.
La educación, por ejemplo, es gratuita. El colegio en Stanley llega hasta el equivalente a segundo medio, pues eso es lo obligatorio. A quienes egresan con buenas notas, "les pagamos la continuación de sus estudios entre los 16 y 17 años en Gran Bretaña", cuenta un legislador. Entre un 30% y 50% de los egresados toma esa opción. Si alguno quiere estudiar en la universidad, la colegiatura y los gastos de vida, así como un pasaje al año hasta las Falklands les son financiados. El encargado del petróleo, Luxton, fue uno de ellos y cuenta que tras estudiar Geología en Inglaterra y deslumbrarse con las grandes ciudades, volvió a la isla, por "el fuerte sentimiento de comunidad que hay acá". Ellos valoran que en las calles todos se saluden, que la gente sepa sus nombres y el de sus hijos, que sólo haya cuatro presos en la cárcel, que se pueda dejar las llaves en el auto y las casas sin cerrojo.
La salud también es gratis. Y cuando el paciente requiere un centro más complejo que el hospital se le envía a Inglaterra; si es una urgencia se le manda en Aerocardal hasta la Clínica Alemana en Santiago o a otra privada en Punta Arenas. Para un examen, como un escáner, se les financia el viaje.
En las calles se nota la boyante vida en Falklands. Si bien la falta de peatones le da un toque de desolación, el fuerte viento y un ingreso pér cápita de US$ 28.500 lleva a que todos se movilicen en auto. El estándar son los todoterreno, y el Land Rover, el favorito. Las casas tienen doble vidrio y calefacción central. El desempleo, dicen los MLA, casi alcanza al utópico 0%. Y como la gente es poca y la demanda de servicios alta, muchos tienen más de un empleo: Nobby Clarke, por ejemplo, es el tasador inmobiliario del único banco y también acarrea turistas.
Eso ha atraído a una comunidad de 300 chilenos, que hoy es la más grande entre los nacidos fuera de tierras británicas. A ellos les preocupan las presiones de Argentina, pues la Presidenta Fernández dijo que evalúa pedir la suspensión del único vuelo Lan que llega los sábados a las islas. Hay otro grupo de chilenos que tiene más temor: los temporeros como José, que trabaja siete meses y medio como chef en un lodge en la isla Sea Lion, por cuatro meses y medio tiene vacaciones pagadas y la empresa financia su regreso hasta Quillota. Lo mismo con las otras dos chilenas del lodge. O Miguel que trabaja en un ferry por dos meses y luego descansa uno en Punta Arenas. Ellos están seguros de que si se suspende el vuelo de Lan, la empresa buscará reemplazos, pues no les pagará un regreso vía Londres.
En estos 30 años, la población en las Falkands se casi duplicó y al gobierno le preocupa lo que pueda ocurrir con la fiebre que provoque el petróleo. Ya está confirmado que uno de los puntos explorados mar afuera "tiene una reserva de 350 millones de barriles", cuenta Luxton. El primer barril saldría en 2016 y la semana pasada llegó una nueva plataforma para explorar otra zona. Aunque las autoridades hablan con cautela, pues dicen que aún les falta por discutir sobre el futuro aquí con esta nueva riqueza, y el gobernador Haywood insiste en que la economía debe diversificarse, algunos bromean con que las Falklands serán un nuevo emirato árabe. Ya está definido un royalty de 9% por barril, más los impuestos a las empresas. Todo ese dinero "es de nosotros", dicen casi a coro los diputados, pues así lo garantiza el estatuto de territorio ultramar.
WILLIAM Y LA BASE MILITAR
El 29 de abril de 2011, mientras el príncipe William y Kate Middleton se casaban a miles de kilómetros de distancia, las jóvenes de Port Stanley se vistieron de novias, se realizó un baile y se eligió a los más parecidos a la pareja. Las fotos del evento están expuestas en el museo del pueblo, así como un libro de felicitaciones y una invitación a la boda.
Las visitas reales avivan al poblado. Son tan pocos, que la oportunidad de apretar la mano a un miembro de la realeza es alta. "Yo ayudé a servir la mesa cuando vino la princesa Ana", recuerda Vanessa; "yo estuve con el príncipe Carlos cuando vino en 1999", cuenta un isleño. Ahora, la comunidad sabe que la tensión con Argentina les aguará la fiesta con el príncipe. Dice el gobernador Haywood: "El viene a hacer su trabajo, como todo su escuadrón. No tendrá ni una actividad oficial. ¿Cómo Argentina puede establecer que una operación de rescate es un acto de agresión? No lo sé".
William no es un oficial cualquiera de la Royal Air Force. Casi tres semanas antes de su visita, uno de sus escoltas llegó hasta la isla para revisar los lugares por donde él se desplazará. A una hora en auto de Stanley, se encuentra Mount Pleasant: una base militar rodeada de alambre de púas a la que no se puede ingresar sin pasar por seguridad. Si se va al aeropuerto basta con tener la patente del vehículo registrada, pero si la idea es recorrer el lugar se necesita credencial. Sobre un jeep, dos oficiales nos hacen un tour por el complejo, cruzando galpones y hangares. Es viernes 27 de enero y a cargo está Chris, una capitana de apenas 25 años y que cuando no hace de guía, es mecánico. La nuestra es una de las últimas visitas de prensa, pues mientras esté el heredero se cierran las puertas a los periodistas.
Mount Pleasant y Stanley son dos mundos aparte. En la base viven unas 2000 personas: poco más de la mitad, uniformados; el resto son civiles contratistas a cargo de servicios como alimentación y aseo. Al cruzar los pasillos para conocer la piscina, el gimnasio, las canchas de squash y dos cafés en el sector de entretención, los uniformados no saludan como lo hace la gente en las calles de Stanley. Hay dos cosas que la base tiene y el pueblo no: cine y bowling. La próxima película en cartelera es la de Margareth Thatcher. Pero a los falklanders no les gusta el camino de tierra hasta la base y, por eso, pese a que pueden ingresar para ir al cine o jugar bolos, no van a menudo. Para ellos, los militares no son isleños, son extraños a quienes le agradecen la defensa de las islas. Jamás los contabilizan cuando se pregunta cuánta gente vive en las Falklands.
Pocos uniformados se ven por el pueblo. A veces, los sábados en la noche van a los bares. No tanto, tampoco, pues en Mount Pleasant tiene cinco y un salón de música. Los oficiales, además, cuentan con un comedor y un bar exclusivo. Tras el paso de la escolta del príncipe, en el acceso a esos dos sectores se puso un dispositivo con clave de ingreso. De los cerca de 40 chilenos que trabajan para Sodexo en la base, Sylvana es la que está más segura de que podrá tomarse una foto con William. Ella trabaja en el bar de oficiales.