Su escritura echaba chispas. En 1983, Diamela Eltit publicó Lumpérica, su novela debut. Pero mientras le hacía los últimos ajustes al texto, sabía que el manuscrito acabaría tarde o temprano en manos de un verdugo a quien desconocía. "Escribí con un censor al lado, en el sentido más simbólico del término, porque sabía que mi libro iba a dar a esa oficina de censura", le dijo a Michael Lazzara, de la Universidad de Princeton, en 2002. Su libro apareció a los pocos meses con algunas variaciones, pero su denuncia contra la violencia y abuso en los años más álgidos del régimen militar permaneció allí, burlón, camuflándose entre palabras furiosas.
Fue ese pilón de hojas amarillentas, y algunos de sus objetos personales, los que sedujeron a Princeton. En julio de 2013, el archivo de la escritora chilena de 65 años radicada en Nueva York, llegó hasta la Firestone Library, donde ya reposaban los de Alejandra Pizarnik, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Oscar Wilde y otros. "Impulsé su adquisición por tratarse de una escritora única, cuyo valor trascenderá su propia vida", dice Javier Guerrero, profesor asistente de Estudios Latinoamericanos de Princeton, y quien hace dos años viajó a Chile para encontrarse con la autora de Mano de obra.
Desde que se concretó la venta, manuscritos de Por la patria, El otro mundo y otras de sus novelas, fotografías familiares, cartas con autores como Severo Sarduy, José Donoso, Margo Glantz y Raúl Zurita, y otros documentos, como el permiso del Ministerio del Interior para publicar Lumpérica, fueron catalogados para su apertura en septiembre próximo. "La escritura es un proceso y desde luego un trabajo. Es material. Crece y decrece. Existe un conjunto de versiones imperfectas de lo mismo hasta conseguir la versión cuando no perfecta al menos definitiva. Entonces develarla como trabajo y obsesión me parece pertinente, porque al final se trata de una práctica solitaria, una decisión, una espalda inclinada, una fuga de las normativas comunes, una ruptura", dice Eltit.
No ha sido la única autora chilena en desprenderse en vida de sus pertenencias. Su archivo, ya en manos extranjeras, se suma a la lista de los que permanecen en vitrinas del mundo, ante investigadores y académicos. En los 70, Jorge Edwards vendió parte de sus borradores y cartas a Princeton. Por esos años, durante 1974 y 1975, José Donoso regresó a la misma universidad como profesor invitado. Allí debió saldar deudas: pese a la beca de la Fundación Doherty, el autor de Coronación y Premio Nacional de Literatura de 1990, se había graduado dejando varios dólares sin pagar. Cedió cuadernos y manuscritos para no seguir moroso. "Es de las colecciones más apetecidas en Princeton", dice Guerrero, y ha dado lugar, entre artículos e investigaciones, a éxitos editoriales como Correr el tupido velo, de 2009, las memorias con que su hija Pilar develó varios secretos de su padre adoptivo.
El novelista de la Generación de 1938, autor de Eloy, Carlos Droguett, donó, antes de su muerte en Suiza, en 1996, 605 documentos al Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Poitiers, en Francia. 545 objetos, entre imágenes, manuscritos y textos inéditos, fueron digitalizados. "Tratándose de un archivo digital abierto, es difícil saber de forma precisa quién lo consulta", dice Fernando Colla, académico de Poitiers. "Las personas que entran en contacto con nosotros son esencialmente investigadores, doctorandos y editores que desean publicarlo. En este último caso, transmitimos los pedidos al derecho habiente del escritor -su hijo Marcelo- y, si él acepta, proporcionamos nuestra ayuda".
Pero, ¿por qué los archivos de autores centrales de nuestras letras quedan en universidades norteamericanas y europeas, en lugar de estar disponibles en instituciones del país?
El caso de Enrique Lihn puede ser ilustrativo. En 1999 su hija Andrea vendió a la Fundación Getty, de Los Angeles, el material que el poeta dejó en su casa en Santiago. "Fue a través de la gestión de Charles Merewether, curador de las colecciones hispánicas y portuguesas. Unos 3 años antes de la venta vino a Chile a conversar conmigo para ver el material", recuerda.
Hasta ese año, a más de una década de la muerte de su padre, en 1988, nadie en Chile se había pronunciado para adquirir el archivo. "Me radiqué un par de años en París, lo que me obligó a dejar las cosas guardadas donde fuesen bien conservadas. Hablé con la Biblioteca Nacional y amablemente guardaron el material en la bóveda", relata Lihn. Cuando volvió a Chile, el director de la época, Sergio Villalobos, le envió una carta agradeciéndole la donación del archivo. "Retiré las cosas, como estaba previsto, y nunca conversamos del tema. Creo que esa fue la única vez que hubo 'intención' de parte de Chile por adquirir sus cosas", recuerda. "Había visto a mi padre hacer gestiones en vida con la Universidad de Princeton, donde por cierto hizo clases. Ya tenía la idea de vender parte del material a Estados Unidos, eso me impulsó a tomar la decisión. Pensé muchas veces en hacer una fundación en Chile, pero las condiciones no se dieron. Hasta hoy, no he vuelto a tener comunicación con Getty".
Ana Tironi, directora de la Biblioteca Nacional, dice que "el Estado hace esfuerzos por adquirir archivos de autores chilenos y retenerlos como patrimonio social y cultural del país". En su acervo cuenta con el legado de Gabriela Mistral, donado por Doris Aktinson en 2007, que ha revelado nuevas dimensiones sobre la vida y obra de la Premio Nobel, así como cuadernos y grabaciones de Roberto Parra, y otros archivos donados, como el de Andrés Bello, Luis Oyarzún y Joaquín Edwards Bello.
"El presupuesto anual para adquisiciones de ese tipo es de 80 millones de pesos", indica Tironi. "No es tanto, pero ha aumentando desde que asumí en 2007 al menos en un 20%".
La espera de otros tantos
"Hay otro autor chileno en el que hemos puesto los ojos", dice Javier Guerrero, de Princeton. El librero y galerista Sergio Parra, de Metales Pesados, revela que mientras aún estaba vivo, el académico de Princeton visitó en su departamento del Parque Foretal a Pedro Lemebel, fallecido el 23 de enero pasado. "Aún no se decide qué hacer con sus cosas, pues su departamento fue cerrado con llave por su hermano Jorge", cuenta Parra. "No le quitaba el sueño la idea del archivo, menos lucrar con eso, pero sé que hay interés de Princeton por comprar su material y siguen en contacto con su familia. Deben hacerse varios trámites antes de poder indagar su computador, porque hasta ahora solo se ha entrado allí para regar sus plantas y evitar que sus cosas se deterioren", agrega.
Otro que desiste de la idea del archivo como tal, es el antipoeta Nicanor Parra. Su nieto, Cristóbal Ugarte, cuenta que el Premio Cervantes "se niega a entregar sus cosas por ahora, pues aún sigue vivo, escribiendo y releyendo sus cuadernos". Sí ha habido interés, dice, "desde Harvard, Oxford y Columbia por su biblioteca, y en Chile, desde la UDP, con quienes mantiene mucho contacto. La Presidenta, además, manifestó los días previos a su cumpleaños número 100 la idea de crear un Archivo Parra, pero mientras él no ceda, nada se puede hacer". Su caso se contrapone con los del autor de 2666, Roberto Bolaño, fallecido en 2003, y cuyo material está en manos de su viuda Carolina López, en España. Y, aún más atrás, las pertenencias de María Luisa Bombal (La amortajada), siguen bajo la tutela del ex senador y sobrino suyo, Carlos Bombal.
La historia del poeta y Premio Nacional de Literatura en 2000, Raúl Zurita, queda a un lado: en 1990, antes de partir a Italia como Agregado Cultural, vendió sus manuscritos de 1975 a 1990 al coleccionista Carlos Alberto Cruz. "Le tengo gratitud porque comenzó cuando yo era un poeta inédito, y esas compras me salvaron en épocas de miseria", reconoce. "Ver mis cosas hace un año y medio fue un verdadero golpe, pues había olvidado su envergadura". En efecto, Zurita había vendido alrededor de 6 mil páginas con los originales de Purgatorio, todos los textos que escribió para el CADA, el original no publicado de La vida nueva, además de varias cartas. "Carlos Alberto Cruz es el propietario, y él decidirá si se queda en definitiva con el archivo o lo vende a una institución extranjera", cuenta. Entre los interesados está Poitiers, donde el académico Benoit Santini, especialista en su obra, pretende reunir todo el material del poeta para una edición genética.
Aquí o allá
Las fundaciones son otra vía para resguardar los archivos. El 23 de septiembre de 1973 fallece el Nobel de Literatura de 1971, Pablo Neruda, de un cáncer a la próstata. Años antes, en 1946, conoce a Matilde Urrutia, "la mujer que le ordenó la vida", dice Darío Osses, director de la biblioteca de la fundación que lleva su nombre desde 1985. "Ella ordenó sus papeles, los manuscritos de casi todas sus obras (como Los versos del capitán y Canto general, hoy en manos del coleccionista César Soto), cartas con su editor, Gonzalo Losada, el poeta Jorge Amado y actores políticos como Salvador Allende y Volodia Teitelboim, discursos e inéditos, como los 21 poemas de Tus pies toco en la sombra", que vieron la luz el año pasado. "Las fundaciones hacen un gran trabajo de conservación del patrimonio de un autor", dice Osses. Lo mismo cree Jorge Guerra, presidente de la Fundación Manuel Rojas. "Quisimos mantener su archivo, pero decidimos entregarlo en comodato a una institución, pues las condiciones de conservación no son las mejores". "Si quedan en Chile, en la biblioteca, en universidades o el extranjero, da igual", cree la directora de la Biblioteca Nacional, "siempre y cuando queden cerca de la gente y en buen estado".