Nos encanta pensar que vivimos en un país moderno, global, vanguardista. Que pese a que estamos en el último rincón del planeta, sintonizamos con la primera línea de las tendencias mundiales. Que Santiago es una de las capitales más sofisticadas del mundo. Para qué hablar de nuestros profesionales; tipos que no tienen nada que envidarle a nadie. Que se mueven por Nueva York, Londres o Tokio como si estuvieran en su casa. Pero más seguido de lo que quisiéramos, la realidad nos recuerda que en muchos aspectos seguimos siendo un pueblo chico, lleno de trancas y costumbres sacadas de otro siglo.

Hace unos días tuvimos una demostración. Un instructivo de uno de los estudios legales “top” de la plaza –Bofill Escobar Abogados-, donde bajo el pretencioso título de Recomendaciones sobre imagen corporativa, se entrega un dress code –al que más encima llamaron “press” code-  que prohíbe cualquier intento de diversidad en la forma en que sus empleados se presentan en la oficina. Y lo peor, dedicado sólo a las mujeres, en una suerte de machismo pocas veces visto en una organización.

El instructivo parte reconociendo que los individuos tienen el derecho a expresarse, vestirse y arreglarse de acuerdo a su personalidad y valores. A continuación, les dice: “Nuestros clientes, así como las demás personas con las que nos desenvolvemos, esperan encontrar en Bofill Escobar Abogados, un servicio de excelencia, apegado a la ética profesional y serio”, y agrega que la imagen del estudio debe estar en consonancia con esas expectativas, sin traicionar su visión innovadora, la mirada integral sobre los conflictos y el aprecio por la diversidad.

Hasta ahí todo bien. El punto es que, a continuación, dan a conocer lo que llaman “dress code sugerido para las mujeres”, que contradice todo lo anterior. Una lista que lejos de ser innovadora y respetuosa de la diversidad, busca uniformar a las mujeres bajo criterios ultraconservadores, casi pacatos. Pero, lo peor no es eso: al ligar la apariencia con la entrega de un servicio de excelencia, están validando la clásica crítica de que, al final, alcanzar el éxito en este tipo de organizaciones no pasa por la capacidad profesional, sino por la cuna, la pinta, por entender los códigos de una clase privilegiada, que se supone tiene el patrimonio del buen gusto. Algo que no sólo es discutible, sino que poco ético y de muy mal gusto.

¿Oficina o convento?

Bajo el título de “no recomendable”, en el famoso dress code, están las telas con estampados, con brillos, encajes o lentejuelas, las transparencias, los colores chillones o neón, la ropa ajustada, deportiva, la mezclilla de cualquier color, las poleras con pabilos (tiritas), la espalda descubierta, el ombligo al aire, los pantalones cortos o “hot pants”, strapless y calzas. Tampoco son aceptables las sandalias, zapatillas deportivas, zapatos con plataformas tipo “Letizios” o calzado  en malas condiciones.

Tiene además un capítulo dedicado al pelo que recomienda que las mujeres eviten los teñidos de colores no naturales, como rosado o azul, el exceso de laca, el pelo bajo la cintura y el estilo infantil, como chapes y pinches llamativos. En el párrafo “otros” explica que para tener un aspecto profesional y formal hay que evitar el exceso de perfume, las uñas muy largas, pintadas de colores chillones o con nail art, el maquillaje de noche, la bisutería excesivamente grande o la ropa interior a la vista. Termina con una frase para el bronce: los accesorios Hello Kitty no se ven profesionales.

Leo la lista una y otra vez y todavía no comprendo en qué estaban pensando sus autores. ¿Qué pasó por sus cabezas cuando la escribieron? ¿En qué planeta viven? A lo mejor son personas sin experiencia. O que sufrieron un trauma cuando chicos. O que fueron educados a latigazos. Porque no se entiende que alguien metido en el mundo moderno plantee tantas barbaridades al mismo tiempo. Basta mirar a la gente joven, de todas las clases sociales, para saber que hoy pocas estudiantes de derecho podrían postular a trabajar en dicho estudio.

Apología del mal gusto

Los dress code son muy conocidos en el mundo. Pero tienen al menos tres diferencias con el que publica el estudio de abogados chileno. Primero, son sugerencias. Segundo, promueven la diversidad. Tercero, tienen buen gusto.

Ninguna de las anteriores se cumple en el dress code de Bofill Escobar Abogados. No son sugerencias ni trata de promover la diversidad. Tampoco sigue las reglas del buen vestir. Por dárselas de expertos en moda, elaboraron un manual que es  una oda al mal gusto y para qué decir de falta de humor, que al final es esencial en el vestir. Los expertos dicen que hay que jugar con la ropa, poner toques que llamen la atención, sin desentonar. Las poleras con tiritas o pantalones cortos pueden ser y son muy elegantes si se usan bien. Lo mismo el pelo largo o las uñas pintadas con colores fuertes, que muchas veces dan el toque que falta a una tenida demasiado formal.

Pero no es extraño que esto suceda en Chile. No sólo por lo conservador, sino por algo más simple: los chilenos se visten muy mal. Qué se puede pedir a personas que nunca salen del gris y la camisa blanca. Que andan por la vida, generalmente, con una o dos tallas más grandes de lo que corresponde.

La cosa se entiende menos cuando nos enteramos de que los socios fundadores del famoso estudio son dos connotados abogados de la plaza: Jorge Bofill y Ricardo Escobar (este último, sobrino del ex presidente Lagos y ex director de Servicio de Impuestos Internos). Ambos aparecen como colaboradores del movimiento “liberal” de Andrés Velasco, que estoy seguro no comparte lo sucedido. Y también están a cargo de una parte de la defensa del caso Penta. En suma, estamos hablando de personas de la elite profesional del Chile. Y eso es lo grave. Porque si ello interpreta a muchos de sus colegas, entonces la cosa es terminal. Este país no ha avanzado nada de nada. Seguimos siendo una isla perdida, dominada por un grupo que con una mano predica la modernidad y con la otra aplasta cualquier intento de diversidad.

Por eso las implicancias de este dress code, no son menores. Nos habla de una elite profesional menos inclusiva, más pacata y menos moderna de lo que nos gusta admitir. Y eso es malo, muy malo. Porque estas reglas, al final, son una forma de exclusión. De no permitir la diversidad. Y cuando la apariencia se liga a la ética, al trabajo serio y profesional, entonces se cruza una línea muy delicada.

Si esto no representa a todos, entonces no se entiende el silencio que existe sobre el tema de muchos otros abogados y profesionales. O del mismo Colegio de Abogados, que tiene a la vista un elemento de discriminación inaceptable. O de las mujeres que trabajan en ese estudio, que algo tendrán que decir. ¿O acaso están de acuerdo?

Mi apuesta es que para una parte no menor de la elite este dress code nunca debió ser público, pero tampoco es tan malo. Refleja lo que, al final, piensan muchos: que las mujeres debieran andar con trajecitos de dos piezas, con faldas hasta las rodillas y bien, pero bien ordenaditas. Porque, al final, vivimos en un país conservador y clasista. Tenemos una clase dirigente que siempre se ha jugado por la libertad económica, pero nunca ha estado dispuesta a ceder en el plano de otras libertades personales. Una contradicción muy profunda y casi insoportable en los tiempos que corren.T

*AndRector de la UniversidadAdolfo Ibáñez.