PROBABLEMENTE no resulte una simplificación del todo inaceptable afirmar que existen dos modos de concebir la democracia y, a fin de cuentas, la política. Una en la cual el orden democrático es sencillamente el resultado del equilibro de diferentes fuerzas antagónicas; una suerte de statu quo al que los diversos actores se resignan por la imposibilidad de obtener la satisfacción total de sus demandas.

Así, el orden democrático solamente revestiría de ciertas reglas y formas las diferentes luchas en que se enfrascan los agentes sociales, pugnas que no están sujetas a otra racionalidad que la consecución de los propios fines. Dicho de otro modo, la política sería -tomando prestada la expresión de Foucault- la continuación de la guerra por otros medios.

La otra, en cambio, entiende que sin perjuicio de que las diferentes visiones y demandas sociales queden de facto enfrentadas en la discusión pública, la democracia descansa en último término en una visión compartida respecto del carácter no instrumental de las personas; es decir, en que las personas son naturalmente iguales y titulares de ciertos derechos inalienables y en la necesidad, en virtud de ese carácter no instrumental, de ofrecer una justificación pública de las propias pretensiones de acuerdo con los valores compartidos.

Por útil que pueda resultar la primera visión para entender el desarrollo de ciertos problemas sociales, lo cierto es que sólo la segunda de las visiones es capaz de fundar un ethos político que dé sustentabilidad al orden democrático. Si se aceptan las reglas democráticas de modo estratégico (por ejemplo, para ganar tiempo) no habrá razón para atenerse a esas mismas reglas cuando éstas sean un obstáculo para la consecución directa de los propios fines. Pero dado que en una democracia esas reglas no están únicamente concebidas como medios para arbitrar la lucha, sino como cauces de expresión legítima de los derechos individuales, el respeto a esas reglas refleja también el compromiso con dichos derechos y con los valores que sustentan un orden democrático. Por eso la democracia está en condiciones de amparar los derechos de las minorías frente a las mayorías. Así, los actores en un régimen democrático no sólo deben tolerar las opiniones que les resultan antipáticas, sino comprometerse en la defensa de las condiciones que hacen posible la libre expresión de las mismas.

Todo lo anterior supone que en un régimen democrático, los participantes no sólo se reconocen mutuamente el derecho a participar y promover sus ideas en el discurso público, sino que admiten la razonabilidad de aquello que el otro defiende. Si más allá del fragor de las discusiones, los actores sociales no admiten en el adversario un mínimo de racionalidad, si no le conceden si quiera el beneficio de la duda, entonces el diálogo democrático ni es posible, ni tiene sentido.

La democracia descansa sobre un ethos compartido que supone la constante autocrítica por parte de todos los participantes del discurso público. Ese ethos sólo pueden producirlo los propios actores sociales y es de ellos la responsabilidad de preservarlo.