Veinte minutos después de que un tribunal oral lo declarara culpable de robo con violencia, Julio Robles, un operario de maquinaria minera, ingresaba a la cárcel de Copiapó, un recinto amurallado y triste que se despliega junto a la avenida Copayapu. Al otro lado de la prisión, el río que da vida a la ciudad, un cauce de aguas cafés y tacañas, corría con indiferencia al destino de los presos.
La justicia había hablado pese a que Robles, una y otra vez, había declarado su inocencia.
Debía permanecer allí durante los siguientes cinco años.
En un mundo de puertas giratorias y de bandidaje realmente malo, que la cárcel "esté llena de inocentes" es un concepto difícil de vender. El robo por el cual Robles era acusado había ocurrido el 4 de agosto de 2010, a las 15:15 horas, en un minimarket de la población Juan Pablo II de Copiapó. El ladrón había amenazado con un cuchillo a la dueña del local, una mujer de 59 años, y luego le había pegado al hijo de 16 años: todo para llevarse treinta mil pesos.
Tras la sentencia, Robles entendía racionalmente lo que le ocurría, pero era como caminar sobre algodones, dice. Le caían las lágrimas. Estaba, recuerda, profundamente impactado. "Brígido", dice ahora. Durante todo el proceso había pensado que quien nada hace, nada teme. ¿Cómo había llegado hasta allí? Todo el tiempo su abogado le había dicho que no tenía de qué preocuparse. Y ahora, condenado, sí tenía mucho de qué preocuparse.
El día del asalto, Robles había bajado de El Salvador a Copiapó. Sus 10 días de turno en la mina de Codelco habían concluido y se preparaba para pasar cinco en su casa, donde vivía con su madre y su hermana. También vería a su hija. En estos días de descanso de la faena le hicieron un control de identidad en la calle. No hubo problema alguno, dice. "Ya, niños", recuerda Robles que le dijo el carabinero. "Váyanse para la casa". Robles hizo caso.
Pero no fue el final de la historia. Días más tarde, cuando ya había vuelto al trabajo y estaba en Diego de Almagro, le llegó una citación: debía ir al juzgado de garantía de Copiapó por un delito de robo con violencia. Intrigado, fue. Robles quedó formalizado y con firma mensual, mientras se desarrollaba el juicio. En junio de 2012, el tribunal lo sentenció. En la cárcel, que está al lado de los tribunales, mientras los gendarmes decidían a qué patio enviarlo, Robles temblaba.
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La idea de que quienes están en la cárcel se lo merecen es tan antigua como cómoda. Los errores, desidia o incompetencia que pueden existir en los sistemas penales suelen ser molesto polvo que termina, muchas veces, bajo la alfombra. El sistema no es especialmente proactivo en corregirse a sí mismo: los estándares de prueba para que las cortes reconozcan errores propios y actúen en consecuencia son especialmente altos. La cultura de quienes intervienen en los procesos ha moldeado hábitos y burocracias.
Entremedio, una cantidad indeterminada de personas inocentes pasan horas, días y años en prisión.
Mauricio Duce, abogado y académico de la Universidad Diego Portales, ha investigado durante varios años los errores del sistema penal chileno. Hace una semana acaba de terminar un seminario sobre errores de la justicia penal que lo tuvo como expositor a él, al fiscal nacional Jorge Abbott, al defensor nacional Andrés Mahnke y al experto internacional Richard Leo. "Sabemos poco, pero sabemos algo de lo que pasa en Chile", dice Duce. "No ha habido en Chile estudios sistemáticos que arrojen luz sobre la cantidad de condenas erróneas o sus causas. Sin embargo, la evidencia empírica disponible da cuenta de que prácticas descritas en el mundo que conducen a condenas falsas se dan habitualmente en el funcionamiento penal chileno". ¿Cuáles prácticas? Pruebas periciales de baja calidad; testigos que mienten y que el sistema no detecta como tales; confesiones del propio imputado obtenidas con malos procedimientos policiales; mal trabajo de los fiscales, que descartan la evidencia que puede salvar al imputado; o mala defensa, entre otros. O, como le ocurrió a Julio Robles, demasiada fe en la identificación ocular de los sospechosos. De los más de sesenta casos registrados por el "Proyecto inocentes", una iniciativa de la Defensoría Penal Pública que se encarga de este tipo de casos, más de un tercio corresponden a este motivo.
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En sus declaraciones a la policía, las víctimas del asalto al minimarket entregaron datos generales de la apariencia del asaltante. Coincidieron sólo en que era de "contextura mediana" y "pelo semicorto negro". No entregaron ningún tipo de detalle sobre la cara del malhechor.
El 8 de agosto, cuatro días después del asalto, carabineros le mostraron a la víctima menor de edad un cárdex de fotografías de sospechosos. No hubo suerte. De acuerdo a la versión de los defensores de Robles, los carabineros, entonces, invitaron al chico a subirse a una patrulla para ir a ver si encontraban al sospechoso en la calle.
En la calle, uno de los funcionarios decidió que, entre un grupo de personas que estaban en una plaza, había una que se parecía a la descripción física que habían hecho las víctimas. El muchacho que iba en la patrulla estuvo de acuerdo. El funcionario se bajó y le hizo el control de identidad a la persona. ¿Su nombre? Julio Robles. "Ya, niños, váyanse a la casa".
El acta de reconocimiento que quedó en el proceso es somera. No da cuenta ni de las instrucciones entregadas por los funcionarios para que la víctima realizara el reconocimiento ni las respuestas literales de los afectados. El registro tampoco muestra las fotografías descartadas del cárdex ni señala el tiempo que tomó a la víctima realizar el reconocimiento. Sólo hay una hoja de papel preimpresa con datos formales y la foto de Robles —su foto del carnet de identidad, obtenida después del control callejero— con una inscripción manuscrita que solamente dice que fue reconocido.
Eso fue todo.
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Las condenas equivocadas están candentes en la pantalla de los servicios streaming. Netflix ha exhibido dos grandes documentales. Making of a Murderer, de Laura Ricciardi y Moira Deimos, da cuenta de los 18 años que un hombre llamado Steven Avery pasó en la cárcel, acusado de violación. El documental demuestra cómo los fiscales descartaron evidencia que lo podría haber liberado y cómo Avery fue salvado en 2003 por nueva evidencia basada en ADN. Sin embargo, dos años después de su liberación fue acusado de participar en el asesinato de la fotógrafa Teresa Halbach y condenado en 2007 a cadena perpetua sin libertad condicional. Hasta hoy sigue luchando por un nuevo juicio porque dice que es inocente. Otro documental, The Confession Tapes presenta seis casos en los que confesiones que parecen ser falsas han llevado a los acusados a la cárcel.
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Steven Avery, de
Making of a Murderer
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El profesor y doctor en derecho estadounidense Richard Leo es uno de los expertos en condenas erradas y confesiones falsas más solicitados en su país. Como abogado, entre muchos otros casos, participó en la defensa de Brendan Dassey, uno de los acusados —una persona con serias falencias intelectuales—, junto a Avery, en Making of a Murderer y varios otros casos famosos de condenas erróneas. Buena parte de estas condenas se han basado en las "confesiones falsas": una especie de terrible oxímoron, ya que, en la cultura colectiva, ¿quién en su sano juicio podría confesar algo que no ha hecho?
El punto es que ocurre mucho más de lo que uno cree. "Puede que no resistan más la presión", explica Leo. "O que (quienes confiesan) crean que confesar es la única manera en la que la policía puede ayudarlas. O que quieran terminar con el interrogatorio. O que crean que lo que confiesan no es muy grave".
En The Confession Tapes se exhibe el caso de Atif Rafay y Sebastian Burns, dos adolescentes acusados de matar a la familia del primero. Toda la evidencia apuntaba a que Rafay y Burns no estaban en la casa familiar cuando ocurrió el crimen: de hecho, estaban en otra ciudad y existían testigos. A la policía le pareció "demasiado bueno para ser verdad": el razonamiento era que, como tanta gente recordaba haberlos visto en la otra ciudad, y como llamaron demasiado la atención en los lugares que estuvieron, de alguna manera esto indicaba que estaban "construyendo" una coartada. El crimen había ocurrido en Estados Unidos, pero los muchachos, antes de ser acusados, se mudaron a Canadá (lo que despertó aún más las sospechas de la ley). En Canadá la policía, ante el requerimiento de sus pares estadounidenses, ocupó un método de interrogación que estaba prohibido en Estados Unidos: agentes encubiertos fingieron ser grandes mafiosos que les ofrecían trabajo a los muchachos. De esa manera, ganarían sus confianzas y lograrían una eventual confesión.
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Atif Rafay y Sebastian Burns, de
The Confession Tapes
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Los agentes no tuvieron mucho éxito, hasta que uno de ellos, que les insistió en que su situación judicial en Estados Unidos era horrible les ofreció ayuda a cambio de que confesaran. Así lo hicieron, aunque las versiones que dieron diferían. Estas confesiones, grabadas con cámara oculta, los llevaron a juicio y a prisión perpetua. El crimen ocurrió en 1994 y ambos aún están presos.
Una vez que una confesión ocurre, por más forzada que haya sido, se pone en movimiento un complicado sistema judicial penal en el que ella cobra mucho peso. "Y es muy difícil de detener", apunta Leo.
"La gente colabora con la policía", explica Richard Leo. "Y está dispuesta a hacerlo sin un abogado presente. Muchas veces la policía les dice a los sospechosos que si traen un abogado, entonces no los pueden ayudar".
La confesión es el método más extendido, y a la vez el más fácil, de cerrar un caso criminal. Pero no es el mejor. De hecho, es la manera menos científica posible: en vez de ser orientada por la evidencia, la confesión tiende a que el sistema desprecie la evidencia. ¿Para qué molestarse si el acusado confesó?
El primer manual para efectuar interrogaciones policíacas apareció en Estados Unidos en 1945. Se trata del Manual Ried, del que vino la famosa "técnica Ried", el estándar de interrogación usada por casi todas las policías en Estados Unidos. El sistema está recomendado para personas que se sabe, por otras vías, que son culpables. La interrogación consiste en dejar claro a la persona acusada que el interrogador sabe que cometió el crimen, para luego desarrollar empatía, ofrecer mitigación y, finalmente, lograr la confesión. "Pero la gente es falible, puede ser manipulada y sufrir coerción", dice Leo. "Deberíamos ser mucho más escépticos respecto de las confesiones".
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En los 580 días que estuvo preso, Julio Robles nunca "hizo conducta". Es decir, se negó consistentemente a participar en actividades que pudieran darle el estatus de interno con buena conducta frente a los gendarmes. Dice que los gendarmes lo miraban como si estuviera loco: "¿Para qué, si mi conducta era buena?", dice.
Con un apoyo familiar que nunca se disipó, eventualmente logró sostenerse. Sus familiares iban a verlo dos días a la semana, durante dos horas máximo cada vez. Nunca faltaron. Por mientras, Robles se puso fumador. "Como chimenea", recuerda.
Cuando llevaba tres meses interno, el adolescente que había identificado a Robles como su agresor se topó cara a cara con el verdadero asaltante. E hizo algo aún más insólito: fue a la fiscalía y contó lo que había pasado. "Fue un valiente", dice Robles. "Fue a verme a la cárcel, a pedirme perdón. Era un muchacho joven. Me dijo: 'Perdón, don Julio'. Yo lloraba… 'Ya, hijo, no se preocupe', le dije, 'ya vamos a salir de esto'".
El muchacho hizo aún más: recurrió a los medios de comunicación para contar lo que había ocurrido.
Pero Robles aún tenía un largo camino. Este reconocimiento no le aseguraba la libertad. Tuvo que pasar casi un año más para que, ahora con el patrocinio de la Defensoría Penal Pública, pudiera salir. Sus nuevos abogados presentaron un "recurso de revisión", una acción que se interpone ante la Corte Suprema para anular sentencias "ganadas fraudulentamente o de manera injusta". El estándar de prueba que demanda es extremadamente alto, pero eventualmente, en enero de 2014, la Corte acogió el recurso.
Una hora luego de la nueva sentencia —esta vez absolutoria—, Robles estaba fuera de la cárcel.
Pero la pasada por la prisión no se borró del todo.
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Julio Robles, al salir de la cárcel.[/caption]
"Mucha gente que uno conoce me dice: 'estuviste preso'. Te miran… y puta que es fome. Hay personas y personas… pueden decir muchas cosas, pero ya no es lo mismo", dice.
Hoy Robles ha vuelto a trabajar en minería. Y está demandando al fisco por tres mil millones de pesos.