Cuenta Luis Buñuel en Mi último suspiro (1982) que, durante sus últimos años de vida, su madre fue perdiendo de a poco la memoria. "Llegó a no reconocer ni a sus hijos, a no saber quiénes éramos ni quién era ella", agrega al final de sus días el cineasta, a cuento de su propia experiencia: de sus años colegiales de "memorión" en el municipio aragonés de Calanda pasó a una amnesia en virtud de la cual los recuerdos se hacían cada vez más difíciles de asir. Y por eso, más preciosos: "Hay que haber empezado a perder la memoria, aunque sea sólo a retazos, para darse cuenta de que ella es lo que constituye toda nuestra vida".

Eso sí, valga una advertencia. La obra en la que virtió Buñuel estas palabras son memorias que él no escribió: su amigo y guionista Jean-Claude Carrière sostuvo con él una serie de conversaciones, sin grabadora, y organizó una narrativa que Buñuel visaría. Y ahí está lo que mucho de sus fans saben de él.

Ahora bien, nos recuerda el irlandés nacionalizado español Ian Gibson, una cosa es que ningún volumen de memorias esté libre de pecados, y otra es que Mi último suspiro esté "plagado de errores, silencios, lagunas y vaguedades". Y el hombre sabe lo que está diciendo. Tras siete años de investigación, el reputado autor de Federico García Lorca (en dos tomos) y La vida desaforada de Salvador Dalí da a luz una obra que se acerca a las mil páginas y que es sólo el primer volumen de un ambicioso recorrido: Luis Buñuel. La forja de un cineasta universal (1900-1938).

Publicado a fines de 2013 en España, el libro deja al lector en el momento en que Buñuel parte a América del Norte (quería trabajar en Hollywood, pero haría carrera en México). Lo que sigue, hasta la muerte del artista, es un largo camino que Gibson no sabe si podrá recorrer: ha dicho que, a menos que un multimillonario le financie unos años de investigación en México, donde el calandino hizo 20 de sus 32 largos, éste será el final de la biografía. Pero incluso si así fuera, el primer volumen impone un recorrido escrupuloso por meandros y laberintos de una vida tan singular como las obras que engendró. El "azote de la burguesía", el "paladín del surrealismo" es también un desconocido, cuyo velo el irlandés contribuye como pocos a correr.

Desde el arranque, el autor aclara que los demás libros sobre su biografiado son parte del suyo. Se prenda, por ejemplo, de hallazgos como los de Manuel Alcalá sobre los ejercicios de robustecimiento de la voluntad a los que fue sometido por los jesuitas. O del énfasis de éstos en los peligros de la carne y los terrores del infierno, y cómo unos y otros hablan de las obsesiones religiosas y sexuales de sus filmes.

También acude a un reciente aporte de Román Gubern y Paul Hammond (Los años rojos de Luis Buñuel, 2009) para preguntarse por qué el Buñuel que simpatizó con el comunismo cuando surrealista, que contribuyó a la propaganda pro-República en la guerra civil y que públicamente habló bien de Stalin cuando ya nadie lo hacía, negó hasta el final su militancia en la hoz y el martillo. Fundamentalmente, plantea Gibson a La Tercera, "Buñuel es lo que llaman en España un 'cachondo mental', siempre dispuesto a tomarles el pelo a los demás y a sí mismo. Es posible que, en el fondo, sintiera vergüenza de haber sido políticamente ingenuo. También es posible que participara en acciones de las cuales luego se arrepintió. Hace falta más investigación".

Gibson sigue un camino iniciado hace largo: a sus señaladas biografías de Lorca y Dalí les faltaba esta historia. La del camarada con quien compartieron entre 1917 y 1925 en la Residencia de Estudiantes, esponja por entonces de la vanguardia cultural europea. El mismo con quien se mofaron -especialmente Dalí- de la patria, la familia y la religión, y con quien conocieron el esplendor y las miserias de las grandes amistades.

Gibson describe hoy la relación entre los tres como "muy profunda, apasionada, enrevesada y, por así decirlo, permanentemente agitada (…). Se quieren, se admiran, se complementan, se aman, cada uno a su manera (la homosexualidad de Lorca constituye, en este punto, "un magno problema tanto para Dalí como para Buñuel. Este nunca quería hablar de su hermano menor, Alfonso, que era gay declarado"). "No se puede conocer a ninguno de los tres sin tener en cuenta a los otros dos", añade. "Son el trío más fantástico del siglo XX".

La figura del trío se puede palpar todavía en hitos como El perro andaluz (1929). El corto escrito por Buñuel y Dalí, que marcó el debut del primero en la realización, se titulaba originalmente ¡Vaya maristas! Pero, como remate de un chiste privado, terminó aludiendo a los habitantes andaluces de la Residencia. Sin embargo, el andaluz García Lorca creyó que era una broma pesada dirigida a él. El libro de Gibson se encarga de aclarar que era éste el nombre de un libro de versos que Buñuel, que exploró la poesía, iba a publicar, pero dejó finalmente inédito.

El éxito y la nombradía de la cinta señalada, así como de La edad de oro (1930), le proveyó un prestigio en la escena de avanzada. Y el escándalo, tan caro al surrealismo que abrazó, pasó a acompañar su nombre y a definir un arte capaz de representar como ninguno la mecánica de los sueños y el mundo de las pulsiones sexuales.

Ilustrativo del desarrollo de esta vocación es la descripción que Gibson hace de su affaire con el séptimo arte una vez llegado a París. Con 25 años, y un pase gratis cedido por un amigo periodista, se iba a ver películas hollywoodenses. También de las otras, admirando a G.W. Pabst, a Fritz Lang y a Buster Keaton. Tanto le gustaba, que se las arregló para oficiar de crítico y escribir textos derechamente teóricos, entusiasmado como estaba con la pluma y la obra del francés Jean Epstein, su gran mentor. El joven lenguaje se convertía para él en lo que fue para Fernand Léger, otro vanguardista: "un gigantesco microscopio de las cosas nunca vistas y jamás sentidas".

La vocación cinéfila y la militancia surrealista llegarían a fundirse. Buñuel aprendió en poco tiempo la técnica, se dio maña para escribir guiones a terceros y desarrolló una vía de escritura sostenida en las bondades del azar y en el desprecio de toda racionalidad. "El surrealismo le aportó muchísimo a Buñuel, quien fue fiel al espíritu del movimiento hasta su muerte", piensa Gibson. "Cuando llegó a Madrid con 17 años había roto, teóricamente, con el catolicismo, quería liberarse de sus padres y consideraba, con razón, que España era políticamente un desastre. Se siente ya revolucionario y más aún después del golpe de Estado de Primo de Rivera (1923). Además, ya leía ávidamente a Freud. La revolución surrealista le vino como anillo al dedo".

Es cierto que los cerros de fuentes reunidos por el biógrafo nunca terminarán de decir quién fue realmente su biografiado. Pero ayudan a encaminarse. Gibson, por su parte, da una pista a quien no le baste con su libro ni con los demás: "El Buñuel más íntimo está en sus películas. Películas que nunca quiso 'explicar'. ¡Naturalmente!".