Fumando un cigarrillo Marlboro light, con la cabeza entre las piernas, David Foster Wallace le dice a Mark Costello, su compañero de cuarto de universidad, que regresará a casa. No da más. Aún no llega a los 20 años y el estudiante estadounidense que desea ser escritor está hundido en una fuerte depresión.
Es el comienzo de más de dos décadas de consumo de pastillas, como el Nardil, que dejará de lado un año antes de colgarse en el patio de su casa en Claremont, California, el 12 de septiembre de 2008. Foster Wallace tenía 46 años cuando murió. Era autor de dos novelas y se había convertido en el referente de su generación con nombres como Jonathan Franzen y Jonathan Lethem.
La broma infinita (1996) fue su segunda novela y la más aplaudida. Un edificio narrativo de 1.200 páginas, donde retrataba la sociedad de consumo y le ponía la lápida al sueño americano ante el vacío del individuo moderno. "Quería hacer algo triste... algo acerca de lo que es vivir en los Estados Unidos en este fin de milenio", decía Foster Wallace tras la salida del volumen, elegido por la revista Time entre los 100 libros más importantes publicados en inglés desde 1923.
Tras su muerte, el interés por su obra se acrecentó. En estos cinco años se han publicado sus artículos, entrevistas, semblanzas y el libro póstumo El rey pálido. Fue en 2011 cuando la tercera novela de Foster Wallace llegaba a librerías como un acontecimiento que a la par hacía crecer la leyenda de un autor desenfadado, drogadicto y depresivo. "Era un yonqui del drama. Cuando murió dejó un gran vacío. El era genio y además un genio que no quería que otros lo conocieran", dice a La Tercera el escritor D.T. Max, autor de la biografía Todas las historias de amor son historias de fantasmas, recién editada en español.
En 2009 D.T. Max publicó un largo artículo sobre Foster Wallace para The New Yorker. Era el inicio de su biografía. Había asistido a una junta de fanáticos en Nueva York y se dio cuenta que muchos de los presentes no habían leído al autor de Entrevistas breves con hombres repulsivos. Su figura era un ícono cool para las nuevas generaciones.
¿Cuál es el legado de Foster Wallace? "Está tanto en su estilo de vestir como en su espíritu al escribir", señala hoy D.T. Max sobre el narrador que quiso ser tenista y que quedó registrado en fotografías con una tenida habitual: su cabeza envuelta con bandas de tela, abrigo largo y zapatillas deportivas.
"El último gran escritor fue Foster Wallace, el último rupturista norteamericano", decía Julio Ortega, académico de la U. de Brown, tras la salida de El rey pálido, donde su autor se mete en el laberinto del sistema tributario norteamericano para hablar, finalmente, del aburrimiento.
"Foster Wallace posee la extraña capacidad de resultar ácido e incorrecto sin parecer nihilista", afirma el escritor argentino Andrés Neuman a propósito de sus ensayos. Quince de esos escritos ahora son publicados en En cuerpo y en lo otro (Mondadori).
Uno de ellos describe cuando, en 2006, Foster Wallace presenció la final de Wimbledon entre Rafael Nadal y Roger Federer. El escritor tenía su favorito: "Federer es uno de esos escasos atletas sobrenaturales que parecen estar exentos, al menos en parte, de ciertas leyes de la física". Sobre cine, se incluye el ensayo La (por así llamarla) enorme influencia de Terminator 2, donde dispara contra la industria de efectos especiales. "Media docena aproximada de escenas espectaculares aisladas, engarzadas por medio de otros sesenta a noventa minutos de narración sosa, muerta y a menudo hilarantemente insípida".
En En cuerpo y en lo otro está su interés por el filósofo vienés Ludwig Wittgenstein. Foster Wallace consideraba que la afirmación que abre el Tractatus era una de las frases de apertura más bellas de la literatura occidental: "El mundo es todo lo que acontece".
Foster Wallace volvió a la universidad tras controlar su depresión. Su tesis del ramo de inglés se convertiría en su primera novela, La escoba del sistema (1987). Tenía 25 años y la historia de una operadora telefónica estaba atravesada por juegos verbales y seres deformes.
Tras su muerte, en 2011 Jonathan Franzen trajo sus cenizas a Chile. Vino al ciclo La Ciudad y las Palabras de la UC y viajó luego al archipiélago de Juan Fernández. Frente al mar, en la isla Alejandro Selkirk, dejó sus restos por encargo de su viuda, como relata en el ensayo Más afuera: "El viento tomó el polvo y se desvaneció en la bóveda azul".