La tercera entrega de Millennium roza la perfección narrativa al combinar con una rara precisión elementos de la intriga policial, la novela negra y las tramas de espionaje. La reflexión moral y política disipa cualquier ilusión de banalidad. Larsson no se conforma con producir entretenimiento. Sus personajes no son estereotipos de dudosa credibilidad, sino seres humanos atípicos y marginales, inadaptados que se enfrentan a hombres tan vulgares como Eichmann, representantes de esa odiosa normalidad que sólo revela ocasionalmente su naturaleza monstruosa.

Stieg Larsson (1955-2004) maltrataba su salud con 60 cigarrillos diarios y comida basura aliñada con vodka, mientras ejercía un periodismo de investigación orientado a denunciar las actividades de la extrema derecha sueca. Un infarto puso fin a una carrera que incluía un ambicioso manuscrito, elaborado en las horas sustraídas al sueño.

Millennium es una brillante trilogía que ha trascendido el ámbito de la literatura. Adaptada al cine, la primera entrega (Los hombres que no amaban a las mujeres) ya constituye un fenómeno que recuerda el impacto de El nombre de la rosa (1980).

En La reina en el palacio de las corrientes de aire, Mikael Blomkvist se enfrenta al terrorismo de Estado. El servicio secreto sueco contrata a antiguos miembros de la KGB para vigilar a políticos y sindicalistas, pero pactar con el diablo tiene un precio. Las operaciones especiales convierten al Estado en cómplice de crímenes y desapariciones. "La Sección" es un pequeño grupo de agentes que realizan su trabajo apoyándose en la información proporcionada por Zalanchenko, desertor de la KGB y padre de Lisbeth Salander. Blomkvist descubrirá su existencia e intentará sentar a sus integrantes en el banquillo de los acusados. Arriesgando su vida, utilizará todos sus recursos para desenmascarar la miseria que se esconde detrás del estado de bienestar sueco, la imagen más benévola de un capitalismo basado en el pacto social.

No hay que engañarse. Blomkvist no es el centro del relato. Con su cuerpo diminuto y tatuado, su constelación de piercings y sus tendencias neuróticas, Lisbeth Salander le roba todo el protagonismo. Mientras Blomkvist rastrea las alcantarillas de la política, Lisbeth se debate con sus propios fantasmas. Hacker de inagotable ingenio, fumadora sin mala conciencia, anoréxica autocomplaciente y bisexual, su rebeldía no tiene otro objeto que impedir a los canallas dormir tranquilos. No sueña con un mundo más justo. Se lo prohíbe su escepticismo. Sólo pretende ajustar cuentas con el pasado y escupir al presente.

Millennium contribuye a rescatar el relato policial. Sería absurdo establecer comparaciones entre Larsson y Par Lagerkvist o el enorme y terrible Strindberg. Al igual que Henning Mankell, Larsson no pretende reinventar la novela ni explorar los límites del lenguaje. Su única intención es actuar como mero cronista de un presente que nos estrangula. Mankell está más cerca del clasicismo. Larsson es más subversivo. Lisbeth Salander acude a una cita con la justicia con una camiseta de tirantes con las palabras: "I am irritated". Su agresividad es su forma de marcar su territorio y de expresar su desprecio hacia la sociedad biempensante. Mikael entiende que las tachuelas de su cazadora de cuero reproducen el mecanismo de defensa de un erizo acorralado, que indica con sus púas: "No intentes acariciarme. Te dolerá".

Larsson sitúa al inicio de cada parte una breve historia de las mujeres en el campo de la guerra. Aunque no hay muchos datos, la historia nos habla de amazonas con un pecho amputado para manejar el arco con más eficacia e incluso de un ejército de mujeres que repudiaban el matrimonio por considerarlo una forma de sumisión. La información es poco fiable, pero Lisbeth Salander ya es tan real como Madame Bovary. Eso sí, no es una víctima, sino una depredadora tan dura y amoral como Sam Spade.

Sin remordimientos ni fantasías morales, como el alienígena de Ridley Scott y tan desafiante como Lilith, la primera mujer de Adán, que abandonó el Paraíso porque no deseaba ser esclava y sierva del hombre. Aparentemente, Millennium finaliza con La reina en los palacios de las corrientes de aire, pero como Las mil y una noches enlaza la última página con la primera, dibujando un bucle donde el lector queda atrapado, felizmente aturdido por la impresión de que el tiempo ha interrumpido su trayectoria lineal. Los buenos libros nunca se acaban.